7 de abril de 2010

Brilliant Marta

Vi sus escasas fotos en las revistas especializadas, y me cautivó su hermosura. Nunca pude verla en concierto aunque supe de la existencia de un recital en Valladolid años atrás. Tampoco me agencié sus discos, al menos los de la firma suiza Claves, que eran los únicos que conocía. Sólo por las fotos de Marta Zabaleta, pianista guipuzcoana, era yo su campéon, su adalid, su defensor impenitente.
Ahora ya no tengo excusa posible. El sello holandés Brilliant, especialista donde los haya en gangas, ha sacado en sus novedades de marzo un primer cofre de 3 discos, de lo que parece ser una integral en toda regla de la obra de Joaquín Rodrigo. Zabaleta forma parte de la nómina de intérpretes. No puedo alegar causa de pobreza, no puedo escudarme en la crisis galopante, en la desidia, en que las primeras tardes de sol primaveral debiliten mi ya enferma voluntad. He de entregarme a la magia ejecutora de Marta, en ese primer encuentro a ciegas, en el trasvase de la imagen gráfica al placer sonoro. No necesito dar más detalles, prolongar este post hasta el kilómetro, como si de un papiro de Menfis se tratase. Estoy perdiendo el tiempo con vosotros. Me voy de compras.

21 de diciembre de 2009

Necesitamos a Danica


Desde esta humilde tribuna, exijo a los responsables de la Fórmula Uno, la inmedita inclusión en sus parrillas de la piloto estadounidense Danica Patrick. Sé que ha habido contactos con alguna escudería, pero no han fructificado. Esto es imperdonable. Si queremos que este deporte vuelva a tener la garra, el espíritu, la espera ansiosa del siguiente Gran Premio, sin importarnos poco ni mucho que el circuito en cuestión tenga o no fáciles adelantamientos, Danica tiene que estar en nuestras filas, sentirse arropada por la legión de seguidores en busca de una estrella y que no acepta como parche el retorno de talluditos alemanes o el monótono disco asturiano en los altavoces del paddock.

Señor Ross Brawn, si Jenson Button, hasta hace poco piltoto en decadencia ha sido campeón gracias a la sorpresa de su escudería, por qué no brindar tal alternativa a la egregia Danica. Señor Richard Branson, detenga por un momento su circo de excentricidades, ya tendrá tiempo de llegar a la luna con sus prototipos. Danica Patrick es real, la puede ver en la foto que abre mi post, es bella, es inteligente, sabe a lo que juega, es una de la 40 mujeres deportistas más sexys del orbe según la revista Bleacher Report. Qué más quieren, señores del mundillo?


Yo creo en Danica, a mí me gusta esta chavala. Ustedes pensarán que sólo veo en ella un bellezón, con poquita ropa, que se luce sensual en posters de bares de marines. Sí y no, yo veo en ella a una mujer competitiva, dispuesta a cerrar bocas, veo en ella la verdadera esencia de América, la América de las oportunidades y los logros, la América de los pioneros, veo en ella la esencia mítica de John Ford, y la brisa de las Rocosas. Yo soy un poeta, pero voy más allá del cuerpo, de lo fenoménico. En el fondo soy un germano de rubias trenzas, señores gerifaltes.



Fue en más fotos de la piloto, con su mono de trabajo, cuando su cara empezó a tener significados que yo guardaba en mi memoria. Me acordé de Bettina Brentano, la pizpireta mujer del romanticismo, la que mantuvo contactos epistolares con Goethe, con Beethoven, a veces irritante, pero siempre sugestiva, radical en sus posturas, progresista, mujer adelantada a su tiempo, la hermana de Clemens Brentano, la mujer de Achim Von Arnim. El círculo cabalístico se cerraba, la posible reencarnación cobraba forma. La mujer deportista de hoy, la joven americana, se convertía en los insondables pliegues del tiempo en una alemana del espíritu, en la esencia, savia y tronco de nuestra cultura.





Señores de la Fórmula Uno, anquilosados jerarcas, mediten sobre lo que les digo. Danica Patrick es el as en la manga de cualquier ser inteligente, para que este mundo de las cuatro ruedas no sea vacua telemetría sin alma, un Frankenstein que sólo da dólares a sus Doctores pero que deja huérfano al aficionado como yo, de referentes, de guías en el proceloso y turbio sendero de la vida. Y si siguen emperrados en su actitud, buscaré la televisión que me suministre las Indy Car Series, y el que quiera buscarme me encontrará.

9 de diciembre de 2009

Rectificar es de sabios (y también de tontos).




Aunque hoy regreso de mi comida de empresa, cargado y lleno, como una barrica de buque pirata llena de ron o cosas peores, encuentro tembién tiempo para la meditación y el asombro propio. Esta es una semana, donde puedo decir aquello de "estos son mis principios , pero si no le gustan, puedo cambiarlos". Sé que soy ultra en muchos aspectos, más por el desafío, por rebotar al interlocutor, que por la creencia cierta en lo que digo como boutade. En pintura siempre manifesté mi desprecio por los tres grandes renacentistas, Leonardo, Rafael y Miguel Angel. Uno por sus horribles sonrisas esfumato, el otro por su blandenguería de merengue barato, aunque siempre respeté su Triunfo de Galatea. Buonarroti, me parecía músculo y masa sin ton ni son, a lo bestia, como el buey degollado de Rembrandt, pero al por mayor.

Pero he aquí que el otro día , ante la paupérrima oferta nocturna de nuestras televisiones patrias, esas que como el rey Midas convierten en mierda todo lo que tocan (habrá que rebautizar al monarca como Rey Mierdas), me encontré en la 2, esa que vemos todos, un documental sobre Michelangelo. Y aquello empezó a interesarme. Hasta tal punto, que busqué bibliografía no solo del artista, sino sobre todo, de su obra magna, la Capilla Sixtina. En la bella ciudad de Soria, dueña de hermosas mujeres y recónditos parajes predilectos, encontré en su biblioteca un libraco, que en caso de legítima defensa, acabaría de un golpe con mi agresor, tal es su peso y volumen. Zambullido pues en la bóveda sixtina ( dejo el Juicio Final para postre, como trufa mentolada en labios de Naomi Campbell), me doy cuenta de lo necio que soy, de mis errores, de mi falta de criterio. Soy por primera vez consciente de cuántas veces hablamos de una obra o un tema, sin haberlo explorado con detenimiento, paso a paso. De lo superficiales que son nuestros juicios.

La Sixtina es un obra inabarcable, imposible despacharla en tres pinceladas. Me está arrastrando, me dejo llevar, resto horas al sueño, paladeo los primeros planos de las estampas, hallo en todo ello, la superación del tedium vitae, de la monótona existencia, del café aguado de media mañana, o del inevitable partido de Champions entre dos bostezos. Me hubiera gustado elegir como foto introductoria, la de un pequeño angelillo o genio inspirador que se halla junto al profeta Ezequiel, el cual es tan hermoso que no pararía de mirarlo, sin importarme que me diesen cien años de vida extra, para tan observatoria belleza. Si el arroz con leche, plato que mantiene conmigo malas relaciones, tuviese su rostro, le devoraría como un cavernícola desembarcado en Verasalles. Porque yo defiendo el amor voraz en el arte, con una buena digestión posterior.

Me quedo sin embargo con la Sibila délfica, clásico de mi iconografía, cuya mirada, entre sorprendida y asombrada siempre me gustó. Como también su claro paganismo intercalado en el corazón de la ortodoxia católica. Por mucho que nos hagan creer que las sibilas profetizaron la llegada de Cristo, yo las percibo como sospechosas en el contexto, como si se produjera una mixtura compleja y extraña, más allá de neoplatonismos varios y demás teorías de lo oculto. Esta mascadora de laurel me mola, y como no tengo deportivo, me guisataría verla encarnada en heredera de Lamborghini, y que me descubriera la noche romana en su deportivo volador.

En suma, señor Buonarroti, que soy un necio y le pido perdón, aunque usted no lo necesite. Pero Leonardo y Rafael, esos, que se preparen. Para ellos soy un manierista radical, un zelota tenebrista.

1 de diciembre de 2009

Los dobladillos




Ella había descubierto el agujero, un agujero que creó, probablemente, el anterior inquilino, y que se ocultaba tras un cuadro de almanaque con una estampa suiza. Yo lo descubrí por casualidad, al descolgar el cuadro una noche, para intentar dar otro aire a la anodina habitación. Miré varias veces, más de las que mi razón recuerda, pero poco se veía pues era una estancia de paso, un especie de pasillo sin muebles. Sólo una vez la vi pasar en vulgar ropa interior, mojada, de la ducha, con un yogur en la mano. Pero esa noche, cuando oí los ruidos y miré, la tenía al otro lado, enojada, observando el huequecillo, raspando con la uña, para determinar profundidad y grosor; sentí que me moría. Su rostro adquirió matices cercanos a la ira, pero fue sólo un momento. Luego, no lo olvido, aquella sonrisa, maliciosa, terrible, como si me tuviese en su poder con aquel secreto.Analicé la situación, barajé todas las posibilidades. Si ella aparecía pidiendo expilcaciones, qué decir, Dios. Si era el presidente de la Comunidad de vecinos, mi discreta mudanza podría evitar el escándalo. Si fuera la Policía... Sí, llevaba dos años solo desde mi última relación, soy un homnbre, ustedes me entienden.

Nada de eso pasó. Nadie llamó a mi puerta. Por supuesto que me crucé con mi vecina, en el ascensor, en la cola del pan. Un saludo frío, la ignorancia y el desprecio, fueron mi castigo, que yo celebré aliviado. No volví a mirar tras la mirilla de mi anterior pecado. No. Hasta aquella noche. Tras la pared yo oía los ruidos de una silla que se arrastraba por el piso, el jazz clásico de las bandas de Stan Kenton, la oía a ella, donde nunca estaba más de tres segundos. Confieso que la curiosidad y el deseo de la infracción me embargó. Quité el cuadro y miré. Ella se hallaba sentada delante mío. Dónde habían quedado sus grises tejanos, sus amplios y desgastados jerseys, el pelo suelto y poco cuidado. Mi vecina, simplemente, cosía el dobladillo de su falda, de aquel vestido ceñido y coquetón. Me ofrecía unas piernas de pin up, un talle increíble, un peinado recogido que la otorgaba una imperial gracia a mis ojos. Quedé embobado, creo que de la comisura de mis labios cayó baba al suelo, estaba aturdido, y contemplé hasta el final la operación de cosido. Ella al acabar, se levantó y sin dirigirme una mirada, apagó las luces. Al poco rato, Stan Kenton expiró.

Durante los siguientes día, mi ego se expandió. Aquella chica, mi gloriosa vecinita, que tenía algo de exhibicionista, sin duda estaba loca por mí. La cosa prometía y deseaba un futuro encuentro en el ascensor o la calle. Pero cuando este se produjo, y en sucesivas ocasiones, la misma frialdad, el desprecio silencioso, el saludo correcto y poco más. Era como una advertencia: si tomaba algún tipo de iniciativa, ella lo revelaría todo. Colgué de nuevo el cuadro y me juré no volver a echar un vistazo, nunca más. Pasaron dos meses, hasta que una tarde, subiendo juntos en el ascensor, ella, miró su falda, y sin decir una palabra, comprobó que el dobladillo se había descosido. Aquella noche, presencié la misma labor de remiendo, la misma figura colosal, un nuevo vestido, pero igual o más provocador que el anterior, la misma ceremonia, y a Stan Kenton. Cuando me metí en el lecho, me hallaba empapado en sudor. Una ducha habría levantado mi piel.

Y así repetimos el acto unas cuantas veces, más de las que mi razón recuerda. Y nunca nos dijimos una frase, sólo los saludos cortantes. Puede que yo adelgazara, que enloqueciera, que renegara del mundo y que convirtiera a mi vecina en obsesión. Qué más da, me sentía vivo, más vivo que los últimos quince años de mi vida. Un día el camión de mudanzas apareció. Comprendí que ella se marchaba. Esperé, iluso, una despedida, un último intento, una nota en el buzón. Nada. Sólo el silencio. Ahora que el tiempo ha transcurrido, quizá ya no vea aquello como una desgracia. Quizá ella, me otorgó aquellas ceremonias domésticas. Fue una especie de dádiva, lo único que se dignaba a ofrecerme. Pero a ello me acojo. Y al menos, cuando en mi tocadiscos suena Stan Kenton, me basta con cerrar los ojos y abrir la mirilla.

(Dedicado, con gratitud, a Kenton Nelson y su obra El Arreglo, de 1954)

25 de noviembre de 2009

La Binoche



Si ya entoné el mea culpa por mi olvido flagrante de la gran Elodie Bouchez, no es menos cierto que el abandono al que he sometido a Juliette Binoche, emperatriz, maná personal en aquellos noventa que ya se alejan, es motivo, quizá no de cadena perpetua, pero sí de azotaina y rueda de presos en gélidos diciembres. No sé por qué esta maldición se recrea y ceba con las hijas de mi Francia, país al que idolatro, pero en ello quizá juegue alguna razón de tipo subliminal, como la práctica gala de no afeitarse las axilas en el caso de las damas, puede que mito hispánico fabricado para restar grandeza y civilización a nuestros vecinos de arriba, pero rumor extendido entre la ansiosa población masculina. La única vez que vi semejante evento capilar fue hace más de veinte años, con una adolescente de Aranjuez a la que amaba, y que se agarró del trampolín de una piscina en la que huíamos de la calima murciana. Aquella primera visión provocó en mí rechazo, pero al cabo de minutos, descubrí en ello un enorme juego de posibilidades...

Digámoslo sin ambages. La Binoche, cuando quiere, puede ser y es una dama en toda regla, de alto rango, vestido de gala, grand opera, cena y suite. Pero a mí al principio, me gustaba, sobre todo, por su cuerpo compacto, sus piernas regordetas y prietas, con la recia musculatura del batracio, pero con el charme de la femme. En cierto modo, Juliette representaba para mí una sana rusticidad de grato aroma. Yo me la imaginaba en una alquería fronteriza al Pirineo, amasando requesón, o cualquier produto lácteo de abundante cuajo, para que sus manos se introdujeran en la masa y generaran un mágico contacto con la comida y la propia vida. La Binoche era como la levadura de mi espíritu. Restos de harina en sus cabellos, o el zumbido próximo de un abejorro completarían el bodegón. Yo, parapetado tras un aparador, o sobre el falso artesonado de un establo, la pintaría al carboncillo, y como buen discípulo de Cezanne, realzaría los juegos de volúmenes, fuerzas y contrafuerzas, los imposibles equilibrios de su arquitectura. Con la Binoche se presiente el combate en el lecho, el ruido de las pieles que se rozan, los paroxismos de patadas defensivas e inútiles. Binoche era mucha Binoche.

Descubierta por mí en Los Amantes de Pont Neuf, en esos ciclos de cine club donde veía entre el público francesitas fraudulentas, que por haber visto el anuncio de Lulú de Cacharel, y ataviadas con gorritos ladeados, creían inútilmente, que la música de Fauré también a ellas les bañaría. La Binoche, mendiga tuerta, inició en mí la platónica senda del amor hacia las invidentes. La carrera nocturna por la playa, perseguida por un ente primigenio de imposible erección, es ya mito que merecería la mano de un Botticelli. En Herida, la violencia carnal con Jeremy Irons alcanzaba momentos de central eléctrica de magalópoli. Fue en El Paciente Inglés, donde nuestra francesa serena alcanzó su más alta fama. Película ésta que en su día se convirtió en imprescindible, pero que hoy ha perdido, en mi interior, gas. Sin embargo la escena de regalo de amor por parte de su novio sij, cuando ella es elevada con una bengala por las paredes de un templo donde reposan, dormidos, en sueño secular, frescos de Piero de la Francesca, es una miniatura persa dentro de aquella historia.

Esa es mi trilogía favorita. Sé que hay más películas, como Azul, como las de Haneke, como la olvidada pero interesante El Húsar en el Tejado. Sé que luego llegaron los anuncios de perfumes, la fama mediática. Quizá como acto de reconciliación vea en un futuro, por primera vez, La Insoportable levedad del ser, que se me antoja como Nueve Semanas y media pasada por el turmix centroeuropeo. Creéis que el paso de los años implica la decadencia de Binoche. Error. Al igual que los vinos de lento evejecimiento, Juliette es dueña de un buqué perenne, apropiado para paladares como el mío y el de más estetas funambulistas. Somos de lenta degustación, cerramos los ojos, percibimos las moléculas de un fular femenino que pasa por nuestra estancia. En ese sentido, la gran, la única Juliette Binoche, es un laboratorio andante, es alquimia pura, es el misterio gótico de una abadía o un himno a la virgen que reposa en un códice con letras doradas. Tu olvido es por tanto, imposible.

12 de noviembre de 2009

Manifiesto bjorkista

Mi relación con Bjork es casi tan antigua como el Imperio hitita, aunque no siempre fue tan intensa. Comenzó en aquellos finales de los 80 tan casposos hoy, cuando proliferaban las primeras antenas parabólicas, y yo veía una y otra vez el vídeo de la canción Regina de los Sugarcubes en el Super channel. Aquella puesta en escena me provocaba desasosiego, con sus muelas colgantes, el hombre avión y las bailarinas hawaianas. Bjorjk se me aparecía como un ente extraño, en perpetua indefinición, con sus poderosas cejas que casi se unían en el entrecejo. Parecía una heroína miltoniana ochentera, con una complejidad que me superaba. Los noventa fueron un desierto, lo que lamento con creces al no haber disfrutado en presente continuo de sus más grandes albumes. Fue en pleno siglo XXI, gracias a la benemérita labor de apostolado de un ex compañero de trabajo, cuyo nombre omito, y que me introdujo con mano bondadosa en el pop, cuando di el salto al vacío mágico de su música.

Aún recuerdo la fría tarde noche de un sábado anodino, cuando en una gran superficie vi sus álbumes rebajados, y me decanté por Debut, con la sensación de que quién me mandaba a mí meterme en este embrollo, con una música que presumía rara y anti-spársica. Por la noche, con mi discman Elbe de 22 euros, di al Play y los primeros acordes percutivos de Human Behaviour penetraron en mis pabellones. No sólo la canción se convirtió en fetiche, desde entonces soy incondicional de la gran islandesa, pese a la oposición a veces cercana, de personas que, supongo que me aprecian a pesar de su desbarre en este campo.

Qué tiene Bjork para mí? Por qué su poder, su atracción? En primer lugar, por su rostro. Es inclasificable, pero me capta con fuerza. Veo en él a un duende de narración boscosa celta, otras veces una imposisblidad facial no cubista, que la genética ha desmentido. Su nariz trampolín, la boca inquieta, los ojos que se entreabren como compuertas a un océano metafísico, las cejas, que a pesar de ser trabajadas de diversas formas mantienen ese grosor que los buenos estetas aprecian. El rostro de Bjork me maravilla, y pagaría por tener una valla publicitaria con él delante de mi dormitorio every morning, aunque anunciara galletas de coco.

En segundo luger, Bjork es una rara. Y a mucha honra, que diría yo. Es curioso, todo el mundo va de súperoriginal por la vida, con un ego a prueba de bombas , pero cuando tipos se salen de lo normal, rompen y apuestan por una imagen ajena a toda legitimidad, como Bjork o el Bowie de lejanas décadas, son tildados de raros como si se tratara del peor escupitajo posible. Eso me demuestra el borreguismo uniformador del que formamos parte casi todos. Yo adoro la raro, lo excéntrico lo oscuro, en todos los ámbitos de la vida. En ello pierdo tiempo, o quizá lo gane. El vestuario, las poses, los diseños de sus albumes, de su web, el barroquismo creativo de sus vídeo clips, es cualquier cosa menos normal, pedestre. Mi amigo Curro, en un acto de sabiduría que le honra, ya me dijo que el cuidado de la imagen de Bjork era dogma de fe. Nadie podrá negarlo, aunque aquí como en todo la dicotomía amo-odio será, supongo, más enconada.

Por ultimo su música. Laboratorio de sonidos, donde la electrónica toma carta de naturaleza, donde la guitarra queda preterida, olvidada en el cajón de su prehistoria. Si la música es como el Dios Jano, la de Bjork mira hacia el porvenir. Su gran póker creativo, Debut, Post, Homogenic y Vespertine. Quizá ya no alcance esas cotas de perfección, puesto que Volta, su último trabajo no acaba de ser redondo, pero aún mantengo la esperanza de que una melodía en apariencia disparatada, se convierta, con posteriores escuchas, en imprescindible.

Sí, Bjork, este no es ni el mejor manifiesto ni una entrada redonda pero al menos, eso te lo garantizo, es honrada. Sé que Dylan, Waits, Young, son grandes. Pero al lado de mi Bjork son como pulgas, como estreptococos con stratocasters. Es a veces, en los peores momentos, cuando acudo a ti, como en tu papel de Selma, esa Ley de Murphy hecha película con cámara sin trípode. Pero también la fugacidad gozosa en mi vida, a veces, lo consigo con tus discos. Cierro mi panegírico con un vídeo del You tube, del Human Behaviour, cuando tu juventud eclosionaba, como botellas recién abiertas. Lo único que lamento, que me duele, es no ser el chico de la pandereta que está cerca de ti, en el escenario.

10 de noviembre de 2009

Me gusta la hi fi, luego no soy persona.





Mi amigo Deivid ha vuelto a meterme el gusano en el cuerpo.Resulta que quiere hacerse un equipo hi fi. Para ello cuenta con un presupuesto base y múltiples ideas y marcas en la cabeza. Pero lo que a priori parece un pasatiempo interesante, se convierte en una tortura. Cada día, una nueva marca, un nuevo foro donde la opinión que teníamos por canónica es desechada, una súperoferta que se nos antoja irresistible, nos vuelve literalmente locos. Claro, amigo Deivid, las Wharfedale Diamond son unas buenas cajas de estantería, pero sin soporte, como bien sabes, no perderán parte de su potencial? Por qué no te la juegas con unos altavoces de suelo de tres vías, que esos sí refuerzan los graves? Sí, amigo, lo sé, vives en un apartamento pequeño, pero podríamos intentarlo. Has visto las Indiana Line? Yo no sé ni cómo llegué a ellas por la red, creo que sólo las conocemos tú y yo, pero qué más da, son italianas, económicas y llevan treinta años en el negocio. Eso querrá decir algo, no?

Así nos tiramos días y días, en la indecisión y la angustia. Luego pasas a leer las revistas especializadas. No entiendes nada, no eres doctor en física. Impedancias, sensibilidades, parásitos sónicoelectrónicos (el enchufe de la casa como enemigo, vamos), la misteriosa sinergia de los componentes, el cable como panacea, liberado de oxígeno, la sala de escucha y posibles paneles para mejorar la audición. Todo un maremagnum de información que marea, y nos hace ver nuestra condición de aficionados de poca monta. Y sobre todo presupuestos astronómicos que te llevan a la cconclusión de que ser multimillonario, con 20 mansiones equipadas con los más complejos y exóticos equipos, es la única vía de ser feliz en este mundillo.

Yo el año pasado me pillé mi equipo, mi equipito, lo más barato, eso sí, Cambridge Audio para lector y ampli, y las Tannoy F1 como cajas. Por no hablar del cable germano Catarsis para mis Tannoy, tan gordo como una serpiente ecuatorial. Yo quiero a mi equipo, le acaricio, le limpio el polvo los jueves por la tarde. Pero a veces te asusta, a veces percibes un pitidito, un pedete de baja frecuencia en el bafle izquierdo. Sudor, escalofrío. El fin se acerca. Cáncer de bafle, seguro. Metastatizante al ampli. Y otras tardes, al apasgarse el motor del frigorífico, también suenan cosas raras en el altavoz. Pero qué tendrá que ver el frigo de la cocina con mi salón, vamos a ver? Ese día duermes mal. Pero el resto del tiempo, te creces ante tu artilugio, es como un hijo, le metes un cd en la bandeja y te devuelve gloria bendita. Y sin embargo...

Sin embargo tengo un dormitorio. Por qué no, ahora que llega la Navidad, me pillo, esta vez sí, unas columnas de suelo, no muy caras, un ampli de saldo hecho en Japón y a vivir? Dos equipos en las misma casa, guay! Dependiendo del día y de lo que me pida el cuerpo, te vas al Bernabéu o al Nou Camp audiófilo! Y ya puestos, no descartaría la tercera vía, la síntesis hegeliana, la sorpresa del que se siente heterodoxo y rompe con el dogma: trabajarme no los altavoces de alta fidelidad, sino unos monitores de estudio como los Behringer, que sólo cuestan ciento y pico euros y oyes lo que está grabado y no el sonido disfrazado de los otros ( por cierto, qué demonios es eso del sonido disfrazado?)

No desconozco que páginas como Matrixhifi, nos hacen ver que no todo está tan claro, que hay demasiados intereses en esto de la Alta Fidelidad, y que el oscurantismo técnico beneficia fundamentalmente a las marcas. Pero también sé que el mero proyecto, la idea de fabricarte tu propio equipo, es más atractiva a veces que la posesión del mismo. Ese soñar días y días con distintos componentes como hace ahora Deivid, es estimulante, sí. Aunque sin saber cómo, llega un momento en que pierdes el Norte y son ellos, los cacharros, los que te dominan. Aquí hay que serenarse y huir al monte o los pinares en busca de oxígeno, ése que le falta a los buenos cables de altavoz.

Por lo tanto, Deivid, amigo mío, caro compañero del decibelio angustioso, serenidad, reflexión. Tienes tiempo, selecciona bien y con criterio, sin pasiones tramposas, sin amoríos fugaces, tú me entiendes. Por cierto, sabías que las Mosscade 502 fueron elegidas como cajas del año 2002 por la francesa revue du son? No? Por Dios, Deivid, y con esos precios, esto lo cambia todo...