9 de diciembre de 2009

Rectificar es de sabios (y también de tontos).




Aunque hoy regreso de mi comida de empresa, cargado y lleno, como una barrica de buque pirata llena de ron o cosas peores, encuentro tembién tiempo para la meditación y el asombro propio. Esta es una semana, donde puedo decir aquello de "estos son mis principios , pero si no le gustan, puedo cambiarlos". Sé que soy ultra en muchos aspectos, más por el desafío, por rebotar al interlocutor, que por la creencia cierta en lo que digo como boutade. En pintura siempre manifesté mi desprecio por los tres grandes renacentistas, Leonardo, Rafael y Miguel Angel. Uno por sus horribles sonrisas esfumato, el otro por su blandenguería de merengue barato, aunque siempre respeté su Triunfo de Galatea. Buonarroti, me parecía músculo y masa sin ton ni son, a lo bestia, como el buey degollado de Rembrandt, pero al por mayor.

Pero he aquí que el otro día , ante la paupérrima oferta nocturna de nuestras televisiones patrias, esas que como el rey Midas convierten en mierda todo lo que tocan (habrá que rebautizar al monarca como Rey Mierdas), me encontré en la 2, esa que vemos todos, un documental sobre Michelangelo. Y aquello empezó a interesarme. Hasta tal punto, que busqué bibliografía no solo del artista, sino sobre todo, de su obra magna, la Capilla Sixtina. En la bella ciudad de Soria, dueña de hermosas mujeres y recónditos parajes predilectos, encontré en su biblioteca un libraco, que en caso de legítima defensa, acabaría de un golpe con mi agresor, tal es su peso y volumen. Zambullido pues en la bóveda sixtina ( dejo el Juicio Final para postre, como trufa mentolada en labios de Naomi Campbell), me doy cuenta de lo necio que soy, de mis errores, de mi falta de criterio. Soy por primera vez consciente de cuántas veces hablamos de una obra o un tema, sin haberlo explorado con detenimiento, paso a paso. De lo superficiales que son nuestros juicios.

La Sixtina es un obra inabarcable, imposible despacharla en tres pinceladas. Me está arrastrando, me dejo llevar, resto horas al sueño, paladeo los primeros planos de las estampas, hallo en todo ello, la superación del tedium vitae, de la monótona existencia, del café aguado de media mañana, o del inevitable partido de Champions entre dos bostezos. Me hubiera gustado elegir como foto introductoria, la de un pequeño angelillo o genio inspirador que se halla junto al profeta Ezequiel, el cual es tan hermoso que no pararía de mirarlo, sin importarme que me diesen cien años de vida extra, para tan observatoria belleza. Si el arroz con leche, plato que mantiene conmigo malas relaciones, tuviese su rostro, le devoraría como un cavernícola desembarcado en Verasalles. Porque yo defiendo el amor voraz en el arte, con una buena digestión posterior.

Me quedo sin embargo con la Sibila délfica, clásico de mi iconografía, cuya mirada, entre sorprendida y asombrada siempre me gustó. Como también su claro paganismo intercalado en el corazón de la ortodoxia católica. Por mucho que nos hagan creer que las sibilas profetizaron la llegada de Cristo, yo las percibo como sospechosas en el contexto, como si se produjera una mixtura compleja y extraña, más allá de neoplatonismos varios y demás teorías de lo oculto. Esta mascadora de laurel me mola, y como no tengo deportivo, me guisataría verla encarnada en heredera de Lamborghini, y que me descubriera la noche romana en su deportivo volador.

En suma, señor Buonarroti, que soy un necio y le pido perdón, aunque usted no lo necesite. Pero Leonardo y Rafael, esos, que se preparen. Para ellos soy un manierista radical, un zelota tenebrista.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuidado que Spars ha visto la luz.Y ya se sabe que los conversos son los más fanáticos.