21 de diciembre de 2009

Necesitamos a Danica


Desde esta humilde tribuna, exijo a los responsables de la Fórmula Uno, la inmedita inclusión en sus parrillas de la piloto estadounidense Danica Patrick. Sé que ha habido contactos con alguna escudería, pero no han fructificado. Esto es imperdonable. Si queremos que este deporte vuelva a tener la garra, el espíritu, la espera ansiosa del siguiente Gran Premio, sin importarnos poco ni mucho que el circuito en cuestión tenga o no fáciles adelantamientos, Danica tiene que estar en nuestras filas, sentirse arropada por la legión de seguidores en busca de una estrella y que no acepta como parche el retorno de talluditos alemanes o el monótono disco asturiano en los altavoces del paddock.

Señor Ross Brawn, si Jenson Button, hasta hace poco piltoto en decadencia ha sido campeón gracias a la sorpresa de su escudería, por qué no brindar tal alternativa a la egregia Danica. Señor Richard Branson, detenga por un momento su circo de excentricidades, ya tendrá tiempo de llegar a la luna con sus prototipos. Danica Patrick es real, la puede ver en la foto que abre mi post, es bella, es inteligente, sabe a lo que juega, es una de la 40 mujeres deportistas más sexys del orbe según la revista Bleacher Report. Qué más quieren, señores del mundillo?


Yo creo en Danica, a mí me gusta esta chavala. Ustedes pensarán que sólo veo en ella un bellezón, con poquita ropa, que se luce sensual en posters de bares de marines. Sí y no, yo veo en ella a una mujer competitiva, dispuesta a cerrar bocas, veo en ella la verdadera esencia de América, la América de las oportunidades y los logros, la América de los pioneros, veo en ella la esencia mítica de John Ford, y la brisa de las Rocosas. Yo soy un poeta, pero voy más allá del cuerpo, de lo fenoménico. En el fondo soy un germano de rubias trenzas, señores gerifaltes.



Fue en más fotos de la piloto, con su mono de trabajo, cuando su cara empezó a tener significados que yo guardaba en mi memoria. Me acordé de Bettina Brentano, la pizpireta mujer del romanticismo, la que mantuvo contactos epistolares con Goethe, con Beethoven, a veces irritante, pero siempre sugestiva, radical en sus posturas, progresista, mujer adelantada a su tiempo, la hermana de Clemens Brentano, la mujer de Achim Von Arnim. El círculo cabalístico se cerraba, la posible reencarnación cobraba forma. La mujer deportista de hoy, la joven americana, se convertía en los insondables pliegues del tiempo en una alemana del espíritu, en la esencia, savia y tronco de nuestra cultura.





Señores de la Fórmula Uno, anquilosados jerarcas, mediten sobre lo que les digo. Danica Patrick es el as en la manga de cualquier ser inteligente, para que este mundo de las cuatro ruedas no sea vacua telemetría sin alma, un Frankenstein que sólo da dólares a sus Doctores pero que deja huérfano al aficionado como yo, de referentes, de guías en el proceloso y turbio sendero de la vida. Y si siguen emperrados en su actitud, buscaré la televisión que me suministre las Indy Car Series, y el que quiera buscarme me encontrará.

9 de diciembre de 2009

Rectificar es de sabios (y también de tontos).




Aunque hoy regreso de mi comida de empresa, cargado y lleno, como una barrica de buque pirata llena de ron o cosas peores, encuentro tembién tiempo para la meditación y el asombro propio. Esta es una semana, donde puedo decir aquello de "estos son mis principios , pero si no le gustan, puedo cambiarlos". Sé que soy ultra en muchos aspectos, más por el desafío, por rebotar al interlocutor, que por la creencia cierta en lo que digo como boutade. En pintura siempre manifesté mi desprecio por los tres grandes renacentistas, Leonardo, Rafael y Miguel Angel. Uno por sus horribles sonrisas esfumato, el otro por su blandenguería de merengue barato, aunque siempre respeté su Triunfo de Galatea. Buonarroti, me parecía músculo y masa sin ton ni son, a lo bestia, como el buey degollado de Rembrandt, pero al por mayor.

Pero he aquí que el otro día , ante la paupérrima oferta nocturna de nuestras televisiones patrias, esas que como el rey Midas convierten en mierda todo lo que tocan (habrá que rebautizar al monarca como Rey Mierdas), me encontré en la 2, esa que vemos todos, un documental sobre Michelangelo. Y aquello empezó a interesarme. Hasta tal punto, que busqué bibliografía no solo del artista, sino sobre todo, de su obra magna, la Capilla Sixtina. En la bella ciudad de Soria, dueña de hermosas mujeres y recónditos parajes predilectos, encontré en su biblioteca un libraco, que en caso de legítima defensa, acabaría de un golpe con mi agresor, tal es su peso y volumen. Zambullido pues en la bóveda sixtina ( dejo el Juicio Final para postre, como trufa mentolada en labios de Naomi Campbell), me doy cuenta de lo necio que soy, de mis errores, de mi falta de criterio. Soy por primera vez consciente de cuántas veces hablamos de una obra o un tema, sin haberlo explorado con detenimiento, paso a paso. De lo superficiales que son nuestros juicios.

La Sixtina es un obra inabarcable, imposible despacharla en tres pinceladas. Me está arrastrando, me dejo llevar, resto horas al sueño, paladeo los primeros planos de las estampas, hallo en todo ello, la superación del tedium vitae, de la monótona existencia, del café aguado de media mañana, o del inevitable partido de Champions entre dos bostezos. Me hubiera gustado elegir como foto introductoria, la de un pequeño angelillo o genio inspirador que se halla junto al profeta Ezequiel, el cual es tan hermoso que no pararía de mirarlo, sin importarme que me diesen cien años de vida extra, para tan observatoria belleza. Si el arroz con leche, plato que mantiene conmigo malas relaciones, tuviese su rostro, le devoraría como un cavernícola desembarcado en Verasalles. Porque yo defiendo el amor voraz en el arte, con una buena digestión posterior.

Me quedo sin embargo con la Sibila délfica, clásico de mi iconografía, cuya mirada, entre sorprendida y asombrada siempre me gustó. Como también su claro paganismo intercalado en el corazón de la ortodoxia católica. Por mucho que nos hagan creer que las sibilas profetizaron la llegada de Cristo, yo las percibo como sospechosas en el contexto, como si se produjera una mixtura compleja y extraña, más allá de neoplatonismos varios y demás teorías de lo oculto. Esta mascadora de laurel me mola, y como no tengo deportivo, me guisataría verla encarnada en heredera de Lamborghini, y que me descubriera la noche romana en su deportivo volador.

En suma, señor Buonarroti, que soy un necio y le pido perdón, aunque usted no lo necesite. Pero Leonardo y Rafael, esos, que se preparen. Para ellos soy un manierista radical, un zelota tenebrista.

1 de diciembre de 2009

Los dobladillos




Ella había descubierto el agujero, un agujero que creó, probablemente, el anterior inquilino, y que se ocultaba tras un cuadro de almanaque con una estampa suiza. Yo lo descubrí por casualidad, al descolgar el cuadro una noche, para intentar dar otro aire a la anodina habitación. Miré varias veces, más de las que mi razón recuerda, pero poco se veía pues era una estancia de paso, un especie de pasillo sin muebles. Sólo una vez la vi pasar en vulgar ropa interior, mojada, de la ducha, con un yogur en la mano. Pero esa noche, cuando oí los ruidos y miré, la tenía al otro lado, enojada, observando el huequecillo, raspando con la uña, para determinar profundidad y grosor; sentí que me moría. Su rostro adquirió matices cercanos a la ira, pero fue sólo un momento. Luego, no lo olvido, aquella sonrisa, maliciosa, terrible, como si me tuviese en su poder con aquel secreto.Analicé la situación, barajé todas las posibilidades. Si ella aparecía pidiendo expilcaciones, qué decir, Dios. Si era el presidente de la Comunidad de vecinos, mi discreta mudanza podría evitar el escándalo. Si fuera la Policía... Sí, llevaba dos años solo desde mi última relación, soy un homnbre, ustedes me entienden.

Nada de eso pasó. Nadie llamó a mi puerta. Por supuesto que me crucé con mi vecina, en el ascensor, en la cola del pan. Un saludo frío, la ignorancia y el desprecio, fueron mi castigo, que yo celebré aliviado. No volví a mirar tras la mirilla de mi anterior pecado. No. Hasta aquella noche. Tras la pared yo oía los ruidos de una silla que se arrastraba por el piso, el jazz clásico de las bandas de Stan Kenton, la oía a ella, donde nunca estaba más de tres segundos. Confieso que la curiosidad y el deseo de la infracción me embargó. Quité el cuadro y miré. Ella se hallaba sentada delante mío. Dónde habían quedado sus grises tejanos, sus amplios y desgastados jerseys, el pelo suelto y poco cuidado. Mi vecina, simplemente, cosía el dobladillo de su falda, de aquel vestido ceñido y coquetón. Me ofrecía unas piernas de pin up, un talle increíble, un peinado recogido que la otorgaba una imperial gracia a mis ojos. Quedé embobado, creo que de la comisura de mis labios cayó baba al suelo, estaba aturdido, y contemplé hasta el final la operación de cosido. Ella al acabar, se levantó y sin dirigirme una mirada, apagó las luces. Al poco rato, Stan Kenton expiró.

Durante los siguientes día, mi ego se expandió. Aquella chica, mi gloriosa vecinita, que tenía algo de exhibicionista, sin duda estaba loca por mí. La cosa prometía y deseaba un futuro encuentro en el ascensor o la calle. Pero cuando este se produjo, y en sucesivas ocasiones, la misma frialdad, el desprecio silencioso, el saludo correcto y poco más. Era como una advertencia: si tomaba algún tipo de iniciativa, ella lo revelaría todo. Colgué de nuevo el cuadro y me juré no volver a echar un vistazo, nunca más. Pasaron dos meses, hasta que una tarde, subiendo juntos en el ascensor, ella, miró su falda, y sin decir una palabra, comprobó que el dobladillo se había descosido. Aquella noche, presencié la misma labor de remiendo, la misma figura colosal, un nuevo vestido, pero igual o más provocador que el anterior, la misma ceremonia, y a Stan Kenton. Cuando me metí en el lecho, me hallaba empapado en sudor. Una ducha habría levantado mi piel.

Y así repetimos el acto unas cuantas veces, más de las que mi razón recuerda. Y nunca nos dijimos una frase, sólo los saludos cortantes. Puede que yo adelgazara, que enloqueciera, que renegara del mundo y que convirtiera a mi vecina en obsesión. Qué más da, me sentía vivo, más vivo que los últimos quince años de mi vida. Un día el camión de mudanzas apareció. Comprendí que ella se marchaba. Esperé, iluso, una despedida, un último intento, una nota en el buzón. Nada. Sólo el silencio. Ahora que el tiempo ha transcurrido, quizá ya no vea aquello como una desgracia. Quizá ella, me otorgó aquellas ceremonias domésticas. Fue una especie de dádiva, lo único que se dignaba a ofrecerme. Pero a ello me acojo. Y al menos, cuando en mi tocadiscos suena Stan Kenton, me basta con cerrar los ojos y abrir la mirilla.

(Dedicado, con gratitud, a Kenton Nelson y su obra El Arreglo, de 1954)

25 de noviembre de 2009

La Binoche



Si ya entoné el mea culpa por mi olvido flagrante de la gran Elodie Bouchez, no es menos cierto que el abandono al que he sometido a Juliette Binoche, emperatriz, maná personal en aquellos noventa que ya se alejan, es motivo, quizá no de cadena perpetua, pero sí de azotaina y rueda de presos en gélidos diciembres. No sé por qué esta maldición se recrea y ceba con las hijas de mi Francia, país al que idolatro, pero en ello quizá juegue alguna razón de tipo subliminal, como la práctica gala de no afeitarse las axilas en el caso de las damas, puede que mito hispánico fabricado para restar grandeza y civilización a nuestros vecinos de arriba, pero rumor extendido entre la ansiosa población masculina. La única vez que vi semejante evento capilar fue hace más de veinte años, con una adolescente de Aranjuez a la que amaba, y que se agarró del trampolín de una piscina en la que huíamos de la calima murciana. Aquella primera visión provocó en mí rechazo, pero al cabo de minutos, descubrí en ello un enorme juego de posibilidades...

Digámoslo sin ambages. La Binoche, cuando quiere, puede ser y es una dama en toda regla, de alto rango, vestido de gala, grand opera, cena y suite. Pero a mí al principio, me gustaba, sobre todo, por su cuerpo compacto, sus piernas regordetas y prietas, con la recia musculatura del batracio, pero con el charme de la femme. En cierto modo, Juliette representaba para mí una sana rusticidad de grato aroma. Yo me la imaginaba en una alquería fronteriza al Pirineo, amasando requesón, o cualquier produto lácteo de abundante cuajo, para que sus manos se introdujeran en la masa y generaran un mágico contacto con la comida y la propia vida. La Binoche era como la levadura de mi espíritu. Restos de harina en sus cabellos, o el zumbido próximo de un abejorro completarían el bodegón. Yo, parapetado tras un aparador, o sobre el falso artesonado de un establo, la pintaría al carboncillo, y como buen discípulo de Cezanne, realzaría los juegos de volúmenes, fuerzas y contrafuerzas, los imposibles equilibrios de su arquitectura. Con la Binoche se presiente el combate en el lecho, el ruido de las pieles que se rozan, los paroxismos de patadas defensivas e inútiles. Binoche era mucha Binoche.

Descubierta por mí en Los Amantes de Pont Neuf, en esos ciclos de cine club donde veía entre el público francesitas fraudulentas, que por haber visto el anuncio de Lulú de Cacharel, y ataviadas con gorritos ladeados, creían inútilmente, que la música de Fauré también a ellas les bañaría. La Binoche, mendiga tuerta, inició en mí la platónica senda del amor hacia las invidentes. La carrera nocturna por la playa, perseguida por un ente primigenio de imposible erección, es ya mito que merecería la mano de un Botticelli. En Herida, la violencia carnal con Jeremy Irons alcanzaba momentos de central eléctrica de magalópoli. Fue en El Paciente Inglés, donde nuestra francesa serena alcanzó su más alta fama. Película ésta que en su día se convirtió en imprescindible, pero que hoy ha perdido, en mi interior, gas. Sin embargo la escena de regalo de amor por parte de su novio sij, cuando ella es elevada con una bengala por las paredes de un templo donde reposan, dormidos, en sueño secular, frescos de Piero de la Francesca, es una miniatura persa dentro de aquella historia.

Esa es mi trilogía favorita. Sé que hay más películas, como Azul, como las de Haneke, como la olvidada pero interesante El Húsar en el Tejado. Sé que luego llegaron los anuncios de perfumes, la fama mediática. Quizá como acto de reconciliación vea en un futuro, por primera vez, La Insoportable levedad del ser, que se me antoja como Nueve Semanas y media pasada por el turmix centroeuropeo. Creéis que el paso de los años implica la decadencia de Binoche. Error. Al igual que los vinos de lento evejecimiento, Juliette es dueña de un buqué perenne, apropiado para paladares como el mío y el de más estetas funambulistas. Somos de lenta degustación, cerramos los ojos, percibimos las moléculas de un fular femenino que pasa por nuestra estancia. En ese sentido, la gran, la única Juliette Binoche, es un laboratorio andante, es alquimia pura, es el misterio gótico de una abadía o un himno a la virgen que reposa en un códice con letras doradas. Tu olvido es por tanto, imposible.

12 de noviembre de 2009

Manifiesto bjorkista

Mi relación con Bjork es casi tan antigua como el Imperio hitita, aunque no siempre fue tan intensa. Comenzó en aquellos finales de los 80 tan casposos hoy, cuando proliferaban las primeras antenas parabólicas, y yo veía una y otra vez el vídeo de la canción Regina de los Sugarcubes en el Super channel. Aquella puesta en escena me provocaba desasosiego, con sus muelas colgantes, el hombre avión y las bailarinas hawaianas. Bjorjk se me aparecía como un ente extraño, en perpetua indefinición, con sus poderosas cejas que casi se unían en el entrecejo. Parecía una heroína miltoniana ochentera, con una complejidad que me superaba. Los noventa fueron un desierto, lo que lamento con creces al no haber disfrutado en presente continuo de sus más grandes albumes. Fue en pleno siglo XXI, gracias a la benemérita labor de apostolado de un ex compañero de trabajo, cuyo nombre omito, y que me introdujo con mano bondadosa en el pop, cuando di el salto al vacío mágico de su música.

Aún recuerdo la fría tarde noche de un sábado anodino, cuando en una gran superficie vi sus álbumes rebajados, y me decanté por Debut, con la sensación de que quién me mandaba a mí meterme en este embrollo, con una música que presumía rara y anti-spársica. Por la noche, con mi discman Elbe de 22 euros, di al Play y los primeros acordes percutivos de Human Behaviour penetraron en mis pabellones. No sólo la canción se convirtió en fetiche, desde entonces soy incondicional de la gran islandesa, pese a la oposición a veces cercana, de personas que, supongo que me aprecian a pesar de su desbarre en este campo.

Qué tiene Bjork para mí? Por qué su poder, su atracción? En primer lugar, por su rostro. Es inclasificable, pero me capta con fuerza. Veo en él a un duende de narración boscosa celta, otras veces una imposisblidad facial no cubista, que la genética ha desmentido. Su nariz trampolín, la boca inquieta, los ojos que se entreabren como compuertas a un océano metafísico, las cejas, que a pesar de ser trabajadas de diversas formas mantienen ese grosor que los buenos estetas aprecian. El rostro de Bjork me maravilla, y pagaría por tener una valla publicitaria con él delante de mi dormitorio every morning, aunque anunciara galletas de coco.

En segundo luger, Bjork es una rara. Y a mucha honra, que diría yo. Es curioso, todo el mundo va de súperoriginal por la vida, con un ego a prueba de bombas , pero cuando tipos se salen de lo normal, rompen y apuestan por una imagen ajena a toda legitimidad, como Bjork o el Bowie de lejanas décadas, son tildados de raros como si se tratara del peor escupitajo posible. Eso me demuestra el borreguismo uniformador del que formamos parte casi todos. Yo adoro la raro, lo excéntrico lo oscuro, en todos los ámbitos de la vida. En ello pierdo tiempo, o quizá lo gane. El vestuario, las poses, los diseños de sus albumes, de su web, el barroquismo creativo de sus vídeo clips, es cualquier cosa menos normal, pedestre. Mi amigo Curro, en un acto de sabiduría que le honra, ya me dijo que el cuidado de la imagen de Bjork era dogma de fe. Nadie podrá negarlo, aunque aquí como en todo la dicotomía amo-odio será, supongo, más enconada.

Por ultimo su música. Laboratorio de sonidos, donde la electrónica toma carta de naturaleza, donde la guitarra queda preterida, olvidada en el cajón de su prehistoria. Si la música es como el Dios Jano, la de Bjork mira hacia el porvenir. Su gran póker creativo, Debut, Post, Homogenic y Vespertine. Quizá ya no alcance esas cotas de perfección, puesto que Volta, su último trabajo no acaba de ser redondo, pero aún mantengo la esperanza de que una melodía en apariencia disparatada, se convierta, con posteriores escuchas, en imprescindible.

Sí, Bjork, este no es ni el mejor manifiesto ni una entrada redonda pero al menos, eso te lo garantizo, es honrada. Sé que Dylan, Waits, Young, son grandes. Pero al lado de mi Bjork son como pulgas, como estreptococos con stratocasters. Es a veces, en los peores momentos, cuando acudo a ti, como en tu papel de Selma, esa Ley de Murphy hecha película con cámara sin trípode. Pero también la fugacidad gozosa en mi vida, a veces, lo consigo con tus discos. Cierro mi panegírico con un vídeo del You tube, del Human Behaviour, cuando tu juventud eclosionaba, como botellas recién abiertas. Lo único que lamento, que me duele, es no ser el chico de la pandereta que está cerca de ti, en el escenario.

10 de noviembre de 2009

Me gusta la hi fi, luego no soy persona.





Mi amigo Deivid ha vuelto a meterme el gusano en el cuerpo.Resulta que quiere hacerse un equipo hi fi. Para ello cuenta con un presupuesto base y múltiples ideas y marcas en la cabeza. Pero lo que a priori parece un pasatiempo interesante, se convierte en una tortura. Cada día, una nueva marca, un nuevo foro donde la opinión que teníamos por canónica es desechada, una súperoferta que se nos antoja irresistible, nos vuelve literalmente locos. Claro, amigo Deivid, las Wharfedale Diamond son unas buenas cajas de estantería, pero sin soporte, como bien sabes, no perderán parte de su potencial? Por qué no te la juegas con unos altavoces de suelo de tres vías, que esos sí refuerzan los graves? Sí, amigo, lo sé, vives en un apartamento pequeño, pero podríamos intentarlo. Has visto las Indiana Line? Yo no sé ni cómo llegué a ellas por la red, creo que sólo las conocemos tú y yo, pero qué más da, son italianas, económicas y llevan treinta años en el negocio. Eso querrá decir algo, no?

Así nos tiramos días y días, en la indecisión y la angustia. Luego pasas a leer las revistas especializadas. No entiendes nada, no eres doctor en física. Impedancias, sensibilidades, parásitos sónicoelectrónicos (el enchufe de la casa como enemigo, vamos), la misteriosa sinergia de los componentes, el cable como panacea, liberado de oxígeno, la sala de escucha y posibles paneles para mejorar la audición. Todo un maremagnum de información que marea, y nos hace ver nuestra condición de aficionados de poca monta. Y sobre todo presupuestos astronómicos que te llevan a la cconclusión de que ser multimillonario, con 20 mansiones equipadas con los más complejos y exóticos equipos, es la única vía de ser feliz en este mundillo.

Yo el año pasado me pillé mi equipo, mi equipito, lo más barato, eso sí, Cambridge Audio para lector y ampli, y las Tannoy F1 como cajas. Por no hablar del cable germano Catarsis para mis Tannoy, tan gordo como una serpiente ecuatorial. Yo quiero a mi equipo, le acaricio, le limpio el polvo los jueves por la tarde. Pero a veces te asusta, a veces percibes un pitidito, un pedete de baja frecuencia en el bafle izquierdo. Sudor, escalofrío. El fin se acerca. Cáncer de bafle, seguro. Metastatizante al ampli. Y otras tardes, al apasgarse el motor del frigorífico, también suenan cosas raras en el altavoz. Pero qué tendrá que ver el frigo de la cocina con mi salón, vamos a ver? Ese día duermes mal. Pero el resto del tiempo, te creces ante tu artilugio, es como un hijo, le metes un cd en la bandeja y te devuelve gloria bendita. Y sin embargo...

Sin embargo tengo un dormitorio. Por qué no, ahora que llega la Navidad, me pillo, esta vez sí, unas columnas de suelo, no muy caras, un ampli de saldo hecho en Japón y a vivir? Dos equipos en las misma casa, guay! Dependiendo del día y de lo que me pida el cuerpo, te vas al Bernabéu o al Nou Camp audiófilo! Y ya puestos, no descartaría la tercera vía, la síntesis hegeliana, la sorpresa del que se siente heterodoxo y rompe con el dogma: trabajarme no los altavoces de alta fidelidad, sino unos monitores de estudio como los Behringer, que sólo cuestan ciento y pico euros y oyes lo que está grabado y no el sonido disfrazado de los otros ( por cierto, qué demonios es eso del sonido disfrazado?)

No desconozco que páginas como Matrixhifi, nos hacen ver que no todo está tan claro, que hay demasiados intereses en esto de la Alta Fidelidad, y que el oscurantismo técnico beneficia fundamentalmente a las marcas. Pero también sé que el mero proyecto, la idea de fabricarte tu propio equipo, es más atractiva a veces que la posesión del mismo. Ese soñar días y días con distintos componentes como hace ahora Deivid, es estimulante, sí. Aunque sin saber cómo, llega un momento en que pierdes el Norte y son ellos, los cacharros, los que te dominan. Aquí hay que serenarse y huir al monte o los pinares en busca de oxígeno, ése que le falta a los buenos cables de altavoz.

Por lo tanto, Deivid, amigo mío, caro compañero del decibelio angustioso, serenidad, reflexión. Tienes tiempo, selecciona bien y con criterio, sin pasiones tramposas, sin amoríos fugaces, tú me entiendes. Por cierto, sabías que las Mosscade 502 fueron elegidas como cajas del año 2002 por la francesa revue du son? No? Por Dios, Deivid, y con esos precios, esto lo cambia todo...

22 de octubre de 2009

Un segundo Barcelona y algunos recuerdos.




Como culé, esta es una semana crítica. La derrota en nuestro feudo ante el Rubin Kazan por 1-2 en la jornada de Champions, puede suponer un punto de inflexión. La perfección del equipo de Pep Guardiola, el maravilloso año del triplete, pueden pasar a mejor vida. Quizá sea un tropiezo pasajero pero también el principio del fin de un sueño demasiado largo. Aunque no por ello arrojo la toalla, y sigo creyendo en mi equipo, esta semana, sin embargo, quise mirar hacia otro lado. La ocasión me la propició un ecuatoriano con el que estuve charlando en mi lugar de trabajo. Es oriundo de Guayaquil, y yo ya sabía que en aquella ciudad existía un equipo con el nombre de Barcelona. Pero suponía que Barcelona era una ciudad ecuatoriana y Guayaquil, provincia, cantón o región del país. Error, Spars, el equipo se llama Barcelona porque varios de los fundadores eran catalanes. La ciudad es Guayaquil, la provincia o región Guayas.

Ante esta revelación empecé a investigar sobre este hermano deportivo. Lo primero que sorprende es el escudo, pues es casi calcado del equipo catalán, con ligeras variantes. El Barcelona Sporting Club fue fundado el 1 de mayo de 1925 en casa del catalán, y parece que venerado, Eutimio Pérez, que podría ser el Hans Gamper ecuatoriano. Es el equipo con más Ligas del país, 13, y finalista en dos ocasiones de la Copa Libertadores, y el único que no ha bajado nunca de categoría, aunque en esta temporada se ha salvado por los pelos (en esto se parece a mi Barça, que en nuestro país comparte ese honor con el Real Madrid y el Athlétic de Bilbao). También como el Barça, ha pasado por décadas de sequía, como en los años 70, y aunque después remontó el vuelo, parece que en estos tiempos no pasa por una bonanza deportiva. Y también como el Barça tiene una filosofía polideportiva, con varias secciones.

Su duelo estelar no es con ningún equipo de Quito, sino con el Club Sport Emelec, también de Guayaquil en lo que se conoce cono "Clásicos de Astillero", la zona de la ciudad donde se fundaron ambos clubs.



Su campo es el muy coqueto y grande Estadio Monumental, que más abajo reproduzco y sus colores actuales son el amarillo, con pantalón y medias negras. Claro, veo una camiseta amarilla con un escudo muy similar al del Barcelona hispano, y no puedo evitarlo, me voy al pasado, pues yo también llevé una camiseta amarilla, la de Meyba en los años 80, cuando la ropa deportiva era artesanía y no merchandising vulgar, cuando la poliamida exhalaba romanticismo. Aquella zamarra amarilla con franja azulgara vertical, que sudé, cuyo escudo recubría mi corazón y fue besado devotamente, fue testigo de mis gestas. Gestas, no nos engañemos, que no llegaban ni a Liga de aficionados, pero eran nuestros partidos, viernes por la tarde, 10 amigos universitarios, cuando nuestro paso por la Universidad fue un sinsentido masificado, y aún hoy el poso, y la calidad de profesores y alumnos salvo honrosas excepciones es paupérrimo.

Aún recuerdo mis primeros años en aquellos partidos de futbito, mi innata vocación de delantero, y mis zurdazos increíbles, que en un diestro como yo me revalorizaron. Hasta mis rivales lo reconocían: como Curro, quien mezclaba el estupor con la admiración. O el ariete Daieg, que intentaba, con su previsible regate en seco, restarme protagonismo. Todo era inútil, fueron unos pocos años gloriosos, mi equipo estaba bien armado, creían en mí y yo en ellos. Barrimos casi siempre a un rival más preocupado por sus nocturnas partidas de póker. Fue, quizá, demasiado fácil.

Luego llegó la decadencia, la falta de interés, el tener la cabeza en otro sitio, el sobrepeso acusador, el miedo a la fractura de tibia, el cambio de sede, de un polideportivo que respiraba leyenda, a una carpa anodina tras un Centro Comercial. Curro fue mi azote. Si antaño veía en mí al tuerto en el país de los ciegos y mediocres futbolistas, ahora mi arrastre por el campo le indignaba. Colgué las botas, en un claro acto de honradez, y, lo que es peor, regalé mi camiseta amarilla a un ilusionado chavalín culé, en un error que, el tiempo lo demuestra, fue de órdago.


Por ello doy las gracias a este Barcelona Sporting Club de Ecuador, que tembién es conocidio como El Idolo del Astillero, los Canarios o los Toreros, por su color reminiscente, que me ha llevado en volandas a aquellos felices 80 y primeros 90, y por ser allá, en el continente americano, un vínculo, un hermano del club blaugrana de mis amores. He intentado sin éxito buscar en la red alguna noticia de relación institucional entre directivas. Sí sé por mi amigo ecuatoriano, que allí se nos tiene simpatía y que en un partido contra el Madrid la cosa está clara par ellos. Intentaré seguir su Liga, sus evoluciones, ese proyecto de renovación a todos los niveles que pretenden, tras últimos sinsabores deportivos y económicos. Ahora mi barcelonismo se amplía, tiene más caras, es más plural, rico y fructífero, y todo gracia a una camiseta amarilla.

19 de octubre de 2009

Otoño, tiempo de Clementinas




Me juré a mí mismo, hace un año, que me desintoxicaría de la serie Amar en tiempos revueltos, de todo tipo de culebrón o serie de sobremesa. No quería caer en el típico enganche televisivo, en comenzar la tarde a las 5 y 10, sin los platos lavados, con la cama desecha y los dientes sucios y mascando un chicle de menta sin azúcar, en falso acto de consuelo. No quería simpatizar con los personajes, me decía a mí mismo que eran estereotipos. No me creía del todo aquellas excusas pero quería salir del agujero. Era como Frank Sinatra en el Hombre del Brazo de oro,un hombre que pugna por escapar del infierno catódico, esta vez sin la ayuda nacarada de alguna Kim Novak de barrio. Me tenía tan solo a mí mismo, y conmigo tenía que luchar.

Confieso mi derrota, de nuevo me arrastra la vorágine de capítulos, la, quizá, estampa de cartón piedra de una España de los años 50 que sigo sin creerme. Pero qué más da, amigos. La culpable, porque obviamente una mujer, como Eva en un nuevo paraíso, me ha llevado a este vergel de ficciones de novela popular, no es otra que Clementina, la chica que trabaja en los grandes almacenes Rivas, ingenua, sufriente, pelirroja, qué beldad (en estos momentos suspiro, que conste). Interpreta a la moza Raquel Quintana, y lo hace bien, pero que muy bien, con esa candorosa sosería que a veces esconde el fuego, las brasas de lo que en la lejanía parece iglú y de cerca se convierte en estufa de porcelana. Pero dejemos a la bella y prometedora Raquel a un lado, pues si a la ficción he sido arrastrado, si el amor que surge de nuevo en mi pecho, es un alado Cupido que deambula por platós e interiores, yo me quedo, me centro, me devoro las entrañas, con las cuitas de la sin par Clementina, con sus angustias y su desazón.

A la pobre la lleva por la calle de la amargura el sinvergüenza de José María, personaje abyecto de dudosa moral, casado para más inri, pícaro de segunda clase que sedujo a la virginal muchacha, y cuya relación ha sufrido inconstantes baches, mentiras, medias tintas y un juego poco limpio del ya maduro galán calvo que atormenta a nuestra Clementina, a mi Clementina. La chica ahora anda desconsolada, porque aunque ha cortado con su insidioso acosador, llegó con él al final, sí, al final de lo que todos nos imaginamos. Por eso, ahora, ya no está entera, ha sido mancillada, está marcada como las reses de un western, etc, y ese baldón en la España cincuentera, implica poco menos que la caída al lodo en lo sentimental, y la imposibilidad de que cualquier hombre honrado se fije en ella, para noviazgo y posterior matrimonio por la Santa Iglesia Católica.

Y eso sí que no, Clementina, a eso me niego. Porque tú te lo mereces todo. Ojalá tuviese las llaves del teletransportador de partículas que la Nasa seguro que esconde, para sus viajes en el tiempo. Iría hacia ti, hacia tu mundo, con sombrero de ala ancha y una novela del Encapuchado de Hipkiss bajo el brazo. Y te serviría, te bañaría en poemas clásicos, te cantaría bajo una luna plena, comeríamos pipas en los parques de escuálidos y desnudos árboles otoñales, o nos perderíamos en cines de programa doble y soñaríamos hombro con hombro con Sabas remotas, o ranchos agrestes.

Qué me das, Clementina, qué filtro venenoso burbujea en mis venas, y martillea mis sienes cuando apareces ante mí cada tarde? Por qué vibro, por qué me siento danza furiosa de electrones y no persona? Por qué me vuelves tan cuántico, Clementina pelirroja de mis desvelos? No niego que el uniforme ayuda lo suyo, que en ello veo un fetichismo no sucio, sino adornado con la nobleza de mi corazón sin par. Ese verde esperanza, verde candor, pradera y esmeralda, es el manto ideal que te recubre, Clementina, es tu color y tu marchamo. La hierba para mí, a partir de ahora, de ayer, de siempre, es Clementina expandida, invasora de las rocas y del desierto estéril.

Pero nos separa la distancia temporal de medio siglo, y la magia de la televisión. En ti, Clementina se resume la imposibilidad de que el pesronaje salga de su entorno, como una Rosa Púrpura del Cairo a la inversa. Pero poco me importa, pues me contento con verte cada día, lo poquito o lo mucho que te dejen los guionistas, hundido en mi sillón de Ikea, con la bandera blanca de la rendición incondicional en mi mano. Lo dicho, Clementina, fruto otoñal, hasta siempre, te deseo lo mejor.

15 de octubre de 2009

Por qué soy ramista.


Con la adquisición este fin de semana del dvd con la comedia Les paladins de Rameau (1683-1764), puedo decir que poseo casi la totalidad de las obras mayores del compositor galo, da igual el formato. Tan solo me falta la pastoral heroica Zais, en la inencontrable y cara versión de La Petite Bande dirigida por Kuijken, en el difícil sello Still. Mi relación con Rameau es ya larga, y puedo decirlo, es un amor constante y con fruto. Ya en una clase de música en Bup, al leer en un libro el nombre de Rameau, sentí extrañas vibraciones, un cosquillero especial, y aún no había escuchado nada de su música! Fue al comienzo de mis años universitarios cuando empecé a probar bocados de esas delicias. Por entonces era un furibundo haendeliano. Pero mientras Haendel ha pasado a un segundo plano, el compositor de Dijon es lo más cercano al matrimonio feliz que puedo conocer en mi extraña vida.

Por qué me gusta Rameau? Muy sencillo, porque me llega más que ningún otro, porque, cuando lo escucho, siento que yo, y solo yo, soy el destinatario de su música, aunque hayan pasado más de trescientos años desde su nacimiento. Porque parece que su lenguaje musical, el sello personal que transmite cuando oímos sus obras, ese lenguaje, repito, lo llevo en la sangre, de forma innata y no necesito diccionarios. Me siento por tanto, afortunado. Pueden gustarte obras , temas, canciones diversas, pero encontrar a un músico, que casi siempre que le escuchas, sintoniza contigo, y te electriza la piel, eso es un regalo impagable.
Rameau es un compositor operístico, encuadrado en el barroco tardío, heredero de la tragedia lírica francesa de Lully, del alejandrino y la pomposa declamación. Esto es importante para los que se estrellan con sus recitativos, pues las tragedias líricas de Rameau, como su nombre indica, no son música sino drama, teatro. A pesar de ello, cualquier acto escogido al azar de una de sus obras mayores, a pesar de la mezcolanza de arias, ariosos, coros o danzas, posee una unidad, un ensamblaje que lo liga a la tradición de aquellos músicos que ven en la ópera un vehículo de acción dramatica y no tan solo virtuosismo vocal, belcantismo. Pienso en Monteverdi, en Gluck, Berlioz, y Wagner. Creo que Rameau es el más wagneriano de los operistas barrocos, y aún siendo distintos en lenguaje y concepciones, percibo similitudes entre ellos.

Pero donde Rameau muestra mejor su magia, es en sus innumerables danzas, que muestran un vitalismo y sentido del ritmo admirables. Difícil es quedarse quieto al escucharlas sin que un pie, o una mano se muevan de forma involuntaria. A la par, su poderosa paleta orquestal, en una formación como la barroca, no lo olvidemos, reducida en comparación con orquestas sinfónicas, alcanza verdaderos milagros. En ello la retórica muscial del XVIII, con sus tempestades, terremotos, tormentas, monstruos que surgen de las aguas, es un aliado más, pero el sello de Rameau en estos pasajes orquestales, es inconfundible. De audición obligada, pues, las grandes tragedias, Hipolito y Aricia, Castor y Pollux, Dardanus, Zoroastre, Le Boreades, sus comedias Platee y Les Paladins, su opera ballet Las Indias Galantes, sus pastorales Nais y Zais, algunas obras en un acto, como Anacreon o Pigmalion. Quien se acerque a ellas percibirá un universo propio, la huella del gran Rameau, creador de los fundamentos de la armonía moderna.

Hace poco estuve en una conferencia sobre Wagner. El ponente, se declaraba fan incondicional del sajón, y decía que su música le había hecho llorar. Pues bien, si con algún músico he llegado a la llorera es con Rameau. Como ejemplo este aria que extraigo de You Toube, "Yo vuelo, amor, donde tú me llames , préstame tus alas..." de la ópera Les Paladins. Esta misma tarde, escuchándola, he sentido los temblores que anuncian la catarata lacrimosa.

Gracias una y mil veces Jean Philippe, por hacerme partícipe de tu genio, y llevarme a las alturas más frondosas de la felicidad.

7 de octubre de 2009

Oh, Suzanne...






La eterna búsqueda de lo femenino que caracteriza mi vida, en la que, bajo un disfraz de arpas sentimentales, o pámpanos que rezuman néctar en las estancias de Eros, se esconde, lo confieso, una búsqueda filosófica (quien conozca el cuadro de Courbet El origen del mundo, sabrá, como yo, que la mujer es un ente metafísico), me lleva a estar alerta en todo momento, a la caza o búsqueda de la luz. Sé entonces que el golpe de aire que parece provenir de una ventana o puerta que se cierran, no son sino el aliento en el cogote de la Diosa, de la Musa, de la matriz que genera el torbellino de lo que llamamos vida y que yo asocio a la femineidad.

Me ocurrió el otro día cuando leía un libro sobre Satie, músico inasible e inclasificable, que por más que leo sobre él y escucho su música -me refiero a sus obras para piano, pues los ballets como Parade aún no me han sido revelados-, se me sigue escapando como el agua entre los dedos. No sé si es un místico, un bohemio o un farsante, pero supongo que dicho enigma persistirá a lo largo de mi vida. Lo que quedó claro fue la existencia de una aventura amorosa, breve e intensa, del compositor con Suzanne Valadon, pintora y más cosas de aquel París finisecular, cuyo autorretrato figuraba en el libro, obra que reproduzco, y que me ganó para siempre, de esta artista que no conocía.

En el mundo del arte hay dos clases de mujeres que me hipnotizan, las violonchelistas y las pintoras. Las primeras por la fisicidad de su postura al ejecutar la música, sentadas, con las piernas abiertas que capturan el instrumento, en una especie de ballet estático, arrancando los graves, masculinos sonidos del cuerpo del cello, como si fuera un acto amoroso presidido por la elegancia y las buenas formas. Jacqueline Du Pre sería el ejemplo canónico. En las segundas, sueño con que el aroma de la trementina mezclado con sus olores y perfumes naturales y artificiales, convierten el atelier, el estudio abuhardillado, en un vergel tóxico y tentador. La mujer pintora, cuyo cuello firme y recio, eso por decontado, ha sido mancillado por gotitas de pintura, invita a su limpieza, a caricias juguetonas mientras contemplamos en la tela el desnudo al natural sobre divanes floreados, mientras una maceta en el alféizar de la ventana nos recuerda que ahí habita una mujer. Cellistas y pintoras ofrecen múltiples atractivos, que yo recojo en mi cesta griega de mimbre.

No me extenderé en la vida y obras de la Valadon. Nuestro blog no es una enciclopedia ni una preparación a futuras tesis doctorales. Sí me recrearé en ese retrato que denota sencillez, ausencia de afectación, relajación ante su mirada, el pelo partido en dos, recogido atrás, sin ningún adorno vacuo, las arqueadas cejas, su seriedad concentrada, esa sensación de honestidad de la mujer y de la artista, que me penetra desde su primera visión. Eso es impagable. Pero temía que el cuadro no fuese realista, temía que se produjera el drama de los rostros que son emblemáticos y característicos de una época, pero que traídos a nuestros días rechinan, se vuelven ridículos, o, como diría Satie, fofos. La fotografía de época está llena de ejemplos, como las caras del diecinueve, o las de la Gran Depresión yanqui, faces imperfectas y no universales.

Pero una revisión de fotografías de Valadon, revelan la hermosura auténtica, pura y eterna. Suzanne me ha ganado y reprocho a Dios, si existe, el no conceder, en determinados casos, la vida eterna en carne y hueso y en este mundo, a quien como ella, lo merecía con creces. Entonces, iría a París en Talgo o diligencia, y ante ella, besaría su mano antes de tomar un té en recoletos salones de hotel, con música de piano al fondo, of course, de Satie.

6 de octubre de 2009

Cuando el pasado se pone a cantar










Hace unos años, cuando el Boletín Discoplay todavía habitaba entre nosotros, encontré allí una oferta tentadora: dos cajas de 40 cds cada una dedicadas a las grandes voces de la ópera, al irrisorio precio de 25 euros el lote completo. No dudé mucho. Cuando me llegó a casa vi que se trataba de una antología de los mejores cantantes de la primera mitad del siglo XX. También noté que había adquirido los números 2 y 3, con lo que me faltaba la caja que abría el ciclo. Intenté conseguirla por la web, pues en tiendas era francamente complicado. Pasaban los años y no conseguía mi objetivo, pero oh fortuna, en una web catalana se ha obrado el milagro, y ayer mismo completé mi colección. Ello no quiere decir que no haya pescado en otras aguas, y que me haya hecho con grabaciones históricas en otros sellos como Naxos (por ejemplo, el famoso Tristán e Isolda londinense del 36), pero en cierto modo cerré el círculo, la empresa que dio comienzo en un pasado cercano.

Desde entonces he sido un fanático de las grabaciones antiguas, de las voces del pasado. Creo que en ello hay algo subjetivo, algo que nosotros ponemos. Escuchar sonidos que, aunque reprocesados, todavía llevan a cuestas fritangas sónicas, distorsiones de volumen o el giro del microsurco, no implica una óptima condición de escucha. Pero, y esto es lo más importante, la gran calidad de las voces de esos divos pretéritos, la pátina que el tiempo adorna a su favor, y un cierto viaje de la imaginación propia, como si la máquina del tiempo hiciese acto de presencia en forma de coliseo operístico, me llevan en volandas hacia sublimes y remotas regiones, más allá de la droguería de mi barrio o la tintorería de la manzana siguiente, todas ellas necesarias, sí, pero sin halo poético.

No seré yo quien entre en polémicas sobre si se cantaba mejor antes que ahora, o si la orquesta de Wagner o Richard Strauss necesitan de unas buenas condiciones de grabación para optimizar su sonido. Cuando se trata de calidad artística, todos esos parámetros se dejan a un lado. Mecerse en las voces de Caruso, Gina Cigna, la Flagstad, Melchior, nuestra Mercedes Capsir o Chaliapin, es entrar en contacto con el don sonoro, con los artistas que han configurado el patrimonio vocal, la cantera de lo que hoy, con mejor o peor fortuna se mueve por la tablas de los teatros. No soy el único chiflado. Otras personas sienten como yo el mismo vicio, el dardo penetrante en sus corazones melómanos, incluso con webs dedicadas al tema que de vez en cuando devoro. Sí reconozco que en lo wagneriano soy proclive a la mitificación. Los vestuarios, las valquirias de cascos alados, las cotas de malla, me hacen ver espectáculos de cartón piedra, en cierto modo apolillados pero con pedigrí, y ruido de metales que entrechocan. Ese realismo en el vestuario del mito germánico, tan desvirtuado por las puestas en escena actuales, lo reconozco, me chifla.

Por ello traigo la foto de la Flagstad, valquiria total, que lleva sus pertrechos con arrojo en busca de la proeza vocal. Junto a ella, dos grandes cantantes que además como mujeres, como representantes de lo dulce femenino que se vuelve en mí confitería vienesa, me elevan con su belleza: la barcelonesa Conchita Supervía, que aquí aparece con una mirada en cierto modo procaz, y que, enfundada en ese grueso cuello de belle epoque, parece invitarme a un vermú en recónditos bares capitalinos, oferta que no rechazaría. O la británica Maggie Teyte, proeza escultórica de Fidias, sibila hiperbórea, diva que merece poemas devotos con ribetes simbolistas.

En suma, estar vivo, cuando los años pasan, es coleccionar pasiones que nos hagan desear nuevos descubrimientos futuros. El campo de los cantantes del pasado es, por ello, un filón inagotable.

17 de septiembre de 2009

Lena Olin, elogio a la madurez.




Cuando en mis viajes semanales de autocar por Hispania, debido a lo que en términos asépticos se denomina movilidad geográfica, un chófer argentino, seguidor de Boca Juniors, abre la guantera y extrae un dvd para solaz de la concurrencia, el bueno de Spars se teme lo peor. Generalmente el ramillete fílmico que nuestro programador dispone es, seamos generosos, bastante flojito. Uno se apoltrona en el asiento, traga saliva, palpa en su bolsa de mano la novela salvadora, se centra en los viñedos del paisaje, o fantasea con la vecina de viaje más cercana, cerrando los ojos. A pesar del esfuerzo, la estridente música de la productora de turno, nos induce a abrir un ojillo y a seguir, mal que bien, la peli, aunque sea a ráfagas y para confirmar, eso por supuesto, nuestro superior gusto, y la mediocridad del engendro en ciernes.

La última joya proyectada fue el film Hollywood departamento de homicidios, cinta soporífera pergeñada a la mayor gloria de Harrison Ford, el James Stewart posmoderno, caballero de América y todas esas cosas. Lo bueno de Harry es que puedes apostar el número de veces que torcerá la boca en ese rictus que de tan usado desespera. Habrá algún hada que tire de la comisura de Ford con hilo dental hacia arriba? Campanilla, echada de la Disney por adicciones secretas, habrá encontrado en el arqueólogo su filón o amor platónico?

En fin, que sufrimos de lo lindo con la cinta. Pero cuando menos lo esperaba, como siempre ocurre cuando el amor o la sensibilidad acechan (no hay nada como bajar la guardia para caer rendidos ante lo sublime), aparece una hermosa mujer, que rezuma belleza por su madurez pujante, orgullosa de sí y tremenda. Mis resortes, antenas, pedúnculos, captaron el seísmo. La fluctuación del conjunto visceral y anímico que conforman carrocería y motores de Spars el bloguero presagiaban una sinfonía térmica. Si hubiese sido una tetera, el vapor disparado por mi pitorro rompería el techo del autocar esmeralda, produciendo gritos de terror entre los viajeros. Wikipedias del mundo, diccionarios, yo os invoco, en nombre del amor y del deseo para que me digáis qué beldad, qué princesa de la edad del perpetuo encanto, se esconde tras la peliculilla humilde.

Ana, mi compañera de viaje, con sus ojos azules de aguamarina, me lo dice: "es Lena Olin, la vi en la peli Havana con Robert Redford". Anda, pues va a ser verdad que existe una Lena Olin, que es una actriz sueca, que fue descubierta por Bergman, y que, he ahí lo terrible, la has visto sin darte cuenta en otras pelis como Chocolat, La novena puerta, La insoportable levedad el ser, Casanova, o en la serie Alias ( después de esto, con el binomio Bouchez-Olin, mis amigos me tienen que regalar todas las temporadas, y sin tardar demasiado).

Reconociendo a la Olin profesional como se merece, lo que me interesó de ella fue lo que transmitió, la posibilidad de que una mujer madura pueda ser atractiva en grado sumo, que posea una aleación de experiencia y belleza que difumine a cualquier niñata que haga sus primeros pinitos por el mundo. Algún mal pensado me dirá: vaya, te gustan las maduritas, eh? En efecto, así es, no descarto el melocotón que retiene los licores almibarados de toda su vida, para que yo le dé un buen mordisco y succione su jugo. Esa es la tentación que para mí ha significado la Olin, estar plena y llenar una pantalla y llenarme con su visión.

En una Suecia que nos ha monopolizado con Stieg Larsson, la Suecia de Ikea, del IFK Goteborg, y, por qué no, seamos nostálgicos, la de Mats Wilander comiendo un plátano en un descanso de Roland Garros, yo he descubierto el bombón oculto en la caja, la bebida añeja con aroma de menta, el equilibrio, la mujer del norte que cruza una bahía con cómoda ropa blanca. Ella es Lena Olin, otra musa más, pero ésta abre folio en mis archivos, los que guardo bajo bóvedas góticas, y que solo los muy íntimos visitan.

10 de septiembre de 2009

Tirando del hilo



Hace unas semanas me dejé caer por uno de esos tenderetes urbanos, donde se pueden encontrar libros de segunda mano, la mayor parte de ellos ajados, y con olor a cerrado o a humedad. Iba sin esperanzas, pero ya se sabe que quien busca, halla. Así que me topé con un catálogo del Museo del Prado de una exposición que en el año 1993 se dedicó a la pintura victoriana. Me fui con el libraco a casa tan feliz, y fui descubriendo cuadros y nombres interesantes y desconocidos. Pronto captó mi atención el lienzo que podéis ver al inicio, Compañeros de escuela, de Sir James Guthrie. Me sorprendió saber que en la larga época de la Reina Victoria, no solo había academicismo, o prerrafaelistas (por qué esa manía de decir prerrafaelitas? Acaso hay impresionitas, o modernitas?), sino pequeños grupúsculos, como el que siguió en su estilo la obra de un pintor francés, Jules Bastien-Lepage, prematuramente desaparecido, y del que advierto que tampoco las enciclopedias y libros generalistas al uso, proporcionan demasiada información. Otros pintores que siguieron a Bastien-Lepage fueron, por ejemplo, el matrimonio Forbes (Elizabeth y Stanhope)

Catalogado a veces como preimpresionista, parece que, sobre todo en los temas rústicos, le asemejan a Millet como hermano gemelo, aunque sin el misticismo de éste, sin descartar la cercanía de Courbet en lo que a realismo se refiere. Por lo que respecta a Guthrie, las similitudes con su modelo son obvias, como bien queda reflejado en el libro, con ese aire deliberadanmente tosco de ejecución o la muy elevada línea del horizonte. Pero este óleo maravilloso tiene encanto y personalidad propia, con unas figuras infantiles (sobre todo la niña que encabeza el camino a la escuela) que me han cautivado.

He decidido colocar hoy este cuadro, en el día de retorno al colegio de la chavalería patria, al menos en la región donde vivo. Cosas estas de la infancia que son imborrables, que poseen un sabor que nunca se degrada, estos tres hermanos o amigos, o vecinos de un pueblecito rural, sirven de homenaje al primer día de colegio, al madrugón incómodo, y a los nervios, a veces inexplicables ante lo desconocido del nuevo curso. Septiembre era entonces un mes bisagra, donde empezaba algo nuevo, se presagiaban cambios y evolución. Aunque coincido con amigos en que, si bien enero representa el inicio del año natural, septiembre lo es del vital tras las vacaciones, los septiembres actuales, los de este año y el anterior, los del último lustro, poseen una atonía, una grisura, una ausencia de cualquier encanto interior en nosotros, que a veces deprime.

Yo sí recuerdo los septiembres de mi infancia, y todavía evoco su olor, o esos primeros vientos que a finales de mes, nos hacían sacar jerseys del armario. Recuerdo la compra de los libros, cómo los olía y abría al azar, descubriendo lecciones que veríamos muy avanzado el curso, pero sin profundizar mucho en ellas, por temor a no desvelarlas antes de tiempo. El aroma de la madera de pinturas y lápices, los cartabones y escuadras, la tinta china o las témperas. Y el primer día de clase, cuando nos reunían en el salón de actos y nos soltaban el discurso bienintencionado, mientras asustados, comprobábamos que el temido profesor de mates nos había tocado en suerte y seguro que iría a por nosotros.

Durante septiembre, no había clases por la tarde, con lo que el inicio del curso era más leve. Además las fiestas de mi ciudad eran en ese mes, con lo cual ambos recuerdos se entremezclan. Los fuegos artificiales que veíamos mi madre y yo, apoyados en el mármol de un edificio que durante toda la tarde había recibido los rayos del sol. Aún recuerdo la agradable sensación de calor en mi espalda. O la visita a la Feria de Muestras, con el consabido bocadillo de salchichas con cocacola, el avión de corcho que volvía como un boomerang, o los limpiadores de gafas con sus milagrosos líquidos. O el espectáculo acróbata de los Hermanos Bordini, año tras año, en la Plaza Mayor.

Esas son mis evocaciones, mis recuerdos, mi vida. Hay cosas que han cambiado mucho en todo este tiempo, aunque otras son intemporales. Como en el bello cuadro de Guthrie, hemos captado un instante, dentro del itinerario de nuestra vida. Uno de los más hermosos, o al menos, de los que más huella deja a su paso. Por supuesto, la vida adulta tiene encantos y ventajas, pero en determinados puntos, me parece abotargada. Chicos que comenzáis hoy el curso, salud!

2 de septiembre de 2009

Geisha




Creo que fue en Blade Runner cuando vi por primera vez algo parecido a una geisha. Era en las grandes pantallas sobre los rascacielos, anuncios comerciales, la geisha, interpretada por la actriz Alexis Rhee, engullía una pequeña cápsula, pastilla o golosina. Otras fumaban o bebían cerveza con fondo musical japonés.

A mí las geishas me ponen, pero mucho. No quiero decir con ello que si me doy una vuelta por Kioto y veo a una, le dé un cachete en el culo, o me suba a un andamio para dedicarla un discurso obsceno y piropeante. A mí lo que me pone es su complejidad, su arcaísmo anacrónico, el maquillaje blanco de sus rostros donde explota, estalla la boca roja cincelada, la nuca sin pintar al descubierto, ofreciendo el pasaje sin peaje de una zona erógena, el kimono de seda o el obi, una especie de corsé oriental (obviamente me refiero más a las maikos, las aprendizas, pues son más teatrales que sus hermanas mayores las geishas, más maduras, simples y sofisticadas, podríamos decir). Y por encima de todo, su oficio, su modus vivendi. Volvamos a repetirlo, las geishas no son prostitutas, sino damas de compañía que durante una noche deben ofrecer sus conocimientos a sus compañeros de velada. Conocimientos que van desde canto y danza tradicional hasta un variado ramillete de cultura general. La geisha debe epatar en su conjunto.

Aunque la novela y posterior película Memorias de una geisha pusieron de nuevo en actualidad un fenómeno que, parece que no atraviesa sus mejores momentos, fue en el documental de la BBC La vida secreta de las geishas, donde me hice una idea, no solo de la historia, sino de sus vidas y ceremoniales. Es un documental que recomiendo a quien quiera tener una primera visión de este mundo, más allá de webs y publicaciones, algo escasas las últimas en nuestro idioma.

De aquel documental, destaco la imborrable figura de Yuiko, una maiko de 19 años, en Kioto, la ciudad por antonomasia de esta cultura femenina. Yuiko era una chica preciosa, es curioso pero me parecía más bella maquillada, que cuando se vestía de occidental. Hay una escena al final del documental en que, sobre fondo negro, Yuiko se da la vuelta, poco a poco y nos mira. Es tal el impacto que esta especie de Muchacha de la perla nipona provoca en esos momentos en mí, que desarrollo espasmos estéticos, y necesito ir a la tienda más cercana a por sake, para recuperarme.

Me enamoré de Yuiko como quien se enamora de un crisantemo que reposa entre las hojas de un libro de haikus. Ella me proporcionaba la quietud de los estanques, de los jardines, de los cerezos en flor. No necesitaba postales con puestas de sol en el archipiélago nipón, pues ella sola me radiaba. Veía en Yuiko las inseguridades de una joven aprendiz en un mundo tan complejo, sus ganas de mejorar cada día, la conciencia de que lo suyo no sólo se debía a una vocación, sino que formaba parte de una larga y venerable tradición, no exenta en su pasado de puntos oscuros.

No quise quedarme en el documental. Pensé que en cierto modo, su aparición la haría famosa, y que saldría en las webs dedicadas a este mundo, pero no fue así. Tan solo pude encontrar la foto que abre mi homenaje a Yuiko, en una página donde varias personas aseguran que se trata de ella. No estoy seguro, pero tampoco puedo descartar a la mujer que aparece en la misma.

Es probable que Yuiko ya no sea una maiko ( desde que se hizo el documental han pasado ya los 5 años de formación inicial), y que se haya independizado. Habrá abandonado los kimonos con mangas de amplios vuelos y el rostro pintado de blanco, para convertirse en geisha, con una mayor simplicidad en todo su conjunto. Puede que tenga un amante protector, con amplia solvencia económica, por ejemplo, de las corporaciones de vídeojuegos. De todos modos es mi geisha favorita, y seguiré sondeando los canales informativos de rigor en busca de información fresca. Aunque Ariel Rot hablara de geishas en Madrid, aunque Bjork tuviese su época geisha, sólo la combinación Kioto-Yuiko es marca registrada en mi imaginario femenino, sector Lejano Oriente.

Retorno a Retorno a Brideshead



(Escrito con una buena dosis de vino, en honor y homenaje a mi siempre amado Sebastian Flyte).


Me he hecho con el dvd de la serie británica Retorno a Brideshead, una serie que en su día formó en mí un referente y que nunca me ha abandonado a lo largo de mi vida. Creo que en televisión fue emitida tres veces, y las tres me la tragué. También compré el libro en la edición de bolsillo de Tusquets, y, por supuesto renuncié a la nueva propuesta cinematográfica de la misma, hará cosa de un año, pues me pareció ofensivo crear algo que intentara competir con la perfección misma.

Descubrí esta serie cuando tenía doce o trece años. Quizá a esa edad no captas ciertos contenidos o temas de la misma. Hoy pienso que da igual. La cualidad más maravillosa de Retorno a Brideshead es el hechizo que en mí provocó, desde un primer momento, como si estuviese frente a una serpiente que se erguía ante mí ofreciéndome sus encantos ocultos. No sé si fue la imponente visión del castillo de Howard, la mansión donde en buena medida se desarrolla la trama, la ambientación excepcional, ese toque de la Inglaterra de entreguerras tan perfecto en sí mismo, los magníficos actores, la deliciosa melodía barroca que compuso Geoffrey Burgon y que varía hasta el infinito, en estilos, instrumentación o carga dramática. Todo eso y más me sigue sugestionando.

Voy por el capítulo noveno de los once que componen la serie. Sin cambiar en lo más profundo lo que pienso de ella, sí creo que yo la titularía "Sebastian", porque lo quiera o no, el personaje de Sebastian Flyte, interpretado por un Anthony Andrews en estado de gracia, es lo más atractivo y lo que más me llegó adentro en un principio. Por supuesto que el elogio de la amistad entre él y Charles Ryder, sobre todo en los primeros capítulos, es esencial. Quién no cree en el poder seductor de un amigo tras su visionado. Por contra, cuando el eje de la narración pasa a la relación de Charles y Julia (Jeremy Irons y Diana Quick), se apodera de mí una sensación de cansancio, como si convertirse en un cuarentón, o en una persona madura fuera un aburrimiento, un pestiño insufrible. Es más, la serie comienza con la voz en off de Charles Ryder: " Ahora, a los treinte nueve años, empiezo a sentirme viejo". Aparte claro está de otro tema de Retorno, la visión que se puede tener en Inglaterra de una familia católica o del catolicismo mismo, visión curiosa de entomólogo, no exenta de exotismo, pero que para mí, educado en férreas tradiciones católicas, me dice bien poco.

En efecto, Retorno a Brideshead es un elogio de la amistad, de la juventud, sus excesos burbujenates como el champagne, sus ilusiones y mentiras creídas a ciegas, es recordar que en una época de nuestra vida, en la ya lejana Arcadia, existió la intensidad y el sentirse pleno, aunque fuera de forma fugaz. Tambien el retrato de una época y de la aristocracia inglesa, pero yo prefiero aferrarme a las historias de carne y hueso, las de Charles Ryder, futuro pintor arquitectónico, Sebastian Flyte, futuro dipsómano, y el osito Aloysius.

Si Yo Claudio introdujo en mí la depravación, Retorno a Brideshead aportó la exquisitez, la estética, el arte por el arte y la brevedad de los grandes, grandes momentos.

14 de agosto de 2009

Anna y Hanna, o el juego de las muñecas rusas














Es curioso. A veces ocurre que las visiones fugaces generan universos completos. Basta con un segundo, con una fracción de la vida, para que la imaginación y las ganas de soñar exploten. Me gusta este tipo de mentira, la ficción que nunca llegará a ser, el juego nocturno, con la luz apagada, en la cama, de dormirse imaginado un mundo paralelo. Esta ccstumbre, diría que infantil, es necesaria en mi vida. No la busco, acude al encuentro; no la planeo, ella me elige. Es como estar preparado para la llegada del Maestro, que diríamos en un plano filosófico oriental. Es darle alas, a veces, a una vida plana. Es novelar.

Ocurrió hace unos años, cuando fui al cine un lunes por la noche. La película era El Hundimiento, la historia de los últimos instantes o días de Hitler en el búnker de Berlín, con toda su paradoja de megalomanía, de la pérdida más absoluta del sentido de la realidad, y de ausencia total de conciencia con respecto a su pueblo, o de todas las atrocidades que en el mundo han sufrido las víctimas civiles, por parte de un Hitler de teatro del absurdo. Obviamente, el punto fuerte de la película, más allá de la historia, de su calidad formal, estribaba en la actuación de Bruno Ganz como el Fuhrer, a quien solo cabe dar el calificativo de excepcional.

Sabía el contexto en que la película me introduciría, me aprestaba a doctas y eruditas reflexiones sobre la decadencia nazi, donde ni uno solo de los personajes fundamentales faltarían: Himmler, Speer, Goebbels, Eva Braun. Pero ya dije al principio que la magia acude, cuando lo desea, a sorprendernos. En el último tercio de la película, aparecen en escena un hombre y una mujer que acaban de sortear las líneas enemigas en avión, para llegar al asediado Berlín. El está herido. Ella me cautiva. Al principo, con la cara ensuciada por el vuelo, y más adelante ya arreglada para la cena, entra en plano muy pocas veces, pero es suficiente para mí. Belleza frágil, ojos aules, sensación de que mañana mismo podría marchitarse. Quién es esta mujer?

Cuando finalizó la proyección, no pude conseguir su nombre, pues las luces abortaron los títulos de crédito. Pero sí me había dado cuenta de que aquel rostro me era familiar, porque se parecía al de otra persona, una chica del supermercado de mi barrio, que durante unos meses trabajó allí. La misma belleza cansada, esas ojeras, que tan bien reflefó por ejemplo Ramón Casas, en aquel retrato de Madeleine, mujer nocturna de cafetín, cigarro y absenta. Esa cajera cuya cola yo elegía casi siempre, para convertir la compra en un acto de devoción, que podria parangonarse con el icono de una vírgen bizantina, o una madonna del prerenacimiento. Aquella cajera que, en plena calle, en una noche de verano, llevaba un vestido blanco e iba acompañada de un setter al que acaricié. Breves palabras, varias miradas y después la desaparición, pero no el olvido. Sí, aquel rostro tenía más de una dueña.

Esta semana he rescatado la película en DVD. He descubierto el nombre de la actriz, se llama Anna Thalbach. Biografía en la Wikipedia en alemán que no entiendo, con chapucera traducción castellana, alguna película en la que interviene, ninguna información más. Poco importa, me basta con sus fotos, con su imagen, con su provocación pletórica en mi interior. Más allá de quedarme con la actriz, también indagué en el personaje, la aviadora Hanna Reitsch, conocida no solo por su filiación nazi sino por haber batido varios records de aviación a lo largo de su vida, que no acabó precisamente con la caída del régimen hitleriano, sino que fue más allá. Excelente piloto de pruebas, talento precoz, de constitución débil pero con una enorme fuerza de voluntad, el parecido entre ambas, entre Anna y Hanna, es más que evidente.


Oh, Anna Thalbach, nueva socia del Club inagotable de mis musas! Al igual que en la película, cruzaste las líneas enemigas, sorteando las baterías antiaéreas de mi corazón maltrecho e hiperprotegido. Tu languidez, tu delicadeza de exquisito cristal, abre las puertas del búnquer en el que me protejo, de la torreta donde intento ver el mundo de forma impasible, pero en el que sólo constato impotencia y derrota frente a todo tipo de belleza, frente a tu belleza. Contigo percibo gozosos hundimientos, en abismos de poesía.

10 de agosto de 2009

Amor céltico






Para un gran número de melómanos, la figura del compositor británico Arnold Bax (1883-1953), resulta tangencial, desconocida o, en el peor de los casos, etiquetable como música inglesa, una peyorativa forma de describir la música britana, con su insularidad, sus excesos pastorales, plácidos o románticos, cuando no pomposos como en el caso de Elgar. Si bien hay algo de cierto en todo ello, la música de las Islas merece ser conocida por sí misma. Lo demás resulta un prejuicio difícilmente justificable.

La primera noticia que tuve de Bax, fue a través de una sección de la revista Ritmo, titulada Compositores fuera de circuito. Casi a la par me di cuenta de que su ciclo sinfónico estaba siendo publicado por la firma Naxos, con lo que me hice con algunos de sus discos. En aquellos ya lejanos años, lo confieso, me estrellé con sus Sinfonías pero hice buenas migas con sus poemas sinfónicos, como November Woods o The Happy Forest, que aún hoy me siguen pareciendo soberbios. Posteriores reescuchas me han acercado con mayor fortuna a su obra sinfónica. Encuentro en ellas una gran exquisitez, una orquestación sutil y mágnífica, oscuridad, conflicto, y, por supuesto, romanticismo musical y matices impresionistas.

Si la obra de Bax puede resultar no accesible a priori, en su vida sí se reflejan hechos atractivos, como su temprana obsesión por Irlanda, lo irlandés o lo céltico, representado por la obra poética de W. B. Yeats, que tanto influyera en el músico, tambíén él poeta, bajo el seudónimo de Dermot O´Byrne. O sus peregrinajes a la escocesa Morar en los Highlands con sus montes y lagos, año tras año. Bax necesitaba de la naturaleza, del mar, hasta el punto de ser comparadas sus acuarelas musicales con Debussy, algo tópico, es verdad, pero no injusto. Sus biógrafos y analistas también hablan de él como de un escapista, no sé si por huir de determinados compromisos que tuvo que afrontar, o por no sentirse a gusto en el mundo estético de su época, el de las vanguardias imperantes en Europa.

Indagando en las diversas webs que proporcionan información sobre Bax, me topé con la foto que abre mi post. Obviamente quedé impresionado por la mujer que acompaña al compositor, por su cabeza ladeada, y su mirada entornada que parece producto de algún zumo de adormidera, o trasunto de la Salomé de Gustav Klimt, una mezcla de desidia y deseo. Descubrí que se trataba de Harriet Cohen (1895-1967), pianista afamada en su tiempo, y amiga y amante de Bax durante décadas, su sueño adolescente, como él la calificaba. Musa de alguna de sus obras como el poema sinfónico Tintagel, que homenajea unas vacaciones que pasaron juntos en la localidad homónima, cerca de Cornualles, con su castillo en ruinas, y de nuevo, lo legendario, lo artúrico, incluso lo tristanesco y wagneriano, en definitiva , la eterna presencia de las brumas del Norte.

Jamás contrajeron matrimonio, y cuando la primera esposa de Bax, la española Elsita Sobrino, falleció, a Harriet le esperaba una nueva desilusión con la noticia de que Bax tenía otra relación desde unos años atrás con Mary Gleaves. A pesar del lógico enfado, la Cohen siguió defendiendo la música de Bax , en la que creía. Pianista de pequeñas manos que imposibilitaban la ejecución de determinadas obras, afamada ejecutante de Bach, con obras dedicadas o inspiradas en ella de músicos como Bartok, Moeran o Vaughan Williams, a finales de los años 40 sufrió un accidente con un vaso de cristal que lesionó su mano derecha de forma temporal. Bax le compuso por ello su Concertante para mano izquierda y orquesta, lo que evoca a Ravel y Paul Wittgenstein.

Harriet Cohen es una mujer bella, de una belleza diría que moderna. Me gusta creer o interpretar, cuando veo esta foto, que Harriet era más fuerte, más apasionada, y que creía más en la relación que su compañero. Veo a un Arnold Bax, sonriente y afable por fuera, pero no tan seguro por dentro. Le percibo como la parte débil del engranaje. Por supuesto es tan solo una suposición, una imagen evocadora que jamás va a convertirse en hipótesis. Me gustan estos juegos. Pero Harriet Cohen se me antoja también una hechicera céltica, que en vez de pulsar arpas irlandesas, lo dio todo por el piano, y por el amor de su vida. Sólo por ello merece mi homenaje y mi recuerdo.

5 de agosto de 2009

Resumen narcisista de mis vacaciones


Conseguí conectarme en mis vacaciones a una placenta artificial, compuesta de nutritivos liquidos. Mediante tubos todos mis sentidos se hallaban prestos al disfrute. Lo visual, lo sonoro, la táctil, todo estaba a mi alcance. Desligado del mundo, solo, en la oscuridad elegida, tanques de cerveza helada me suministraban la ligera embriaguez, necesaria para que la vida no tenga el carácter férreo del resto del año. Alejado a voluntad de los hombres, me fijé en lo que estos producen, más allá de la mediocridad del día a día. En mi Torre de placenta-marfil, hice mis elecciones estivales, que paso a describir:


Música: sin lugar a dudas, Cocteau Twins con su album Heaven or Las Vegas. La voz de Liz Fraser, maravillosa, filtrada por máquinas, doblada, al igual que esas guitarras que no son guitarras para abandonar el aceite de los garajes y convertirse en Arte. Y luego, claro está, el disco de Primus, cuyo nombre mo quiero recordar, sino recrearme en su portada, como una especie de trío de cerillas sonrientes emergentes del agua, como una broma pictórica más de Odilon Redon. Ojo, que el cd engancha cuanto más lo escuchas. Y, por último, el disco de remezclas del Voltaic de la incandescente, islandense, e iridiscente Bjooooooork. Jamás nadie te ha amado tanto como yo, querida diva.


Cómic: el gran descubrimiento, la revelación, el territorio inexplorado, ese lenguaje que prometo, volveré a surcar en los próximos trimestres. Desde el From Hell, con su summa victoriana donde hasta mi amado John Merrick hace acto de presencia, pasando por algunos episodios de Thorgal, con su vikinga y mágica peripecia, o los dibujos de Alex Raymond para Flash Gordon, con sus siluetas femeninas, sus Reinas-Dido despreciadas, o Mort Cinder, la saga con marchamo argentino, de extraños viajes temporales y mundos pretéritos, y no tan pretéritos. O el Retorno del caballero oscuro, donde la utopía se convierte en mi caso, en rollo adolescente con la chica Robin, en plan batidos de fresa, yo me entiendo.


Libros: Alta Fidelidad de Nick Hornby, por su amor ilimitado a los discos y a las rarezas del discófilo verdadero, y a los miedos, inseguridades e ingenuidades del hombre verdadero. Y un libro sobre la explotación del Congo por Leopoldo II, o como la rapiña y la maldad no conocen tiempo y lugar, y si no, miremos ahora al Congo-coltán.


Eventos: paseo en barco por el río. No es Culture Club pero las aspas de mi barco merecían un Missisipi más tórrido y chicas que bailen can can, exhalando efluvios a la concurrencia. Exposición de autómatas, creados en el París decimonónico. Mantengo que en esas figuras anida un alma oculta y terrorífica. El paso del tiempo destruye su contenido infantil y lúdico para darles un barniz perturbador. Concierto de jazz con un solo de saxo de George Garzone, acompañado y mecido por el resto del cuarteto, que fue para mí la mejor metáfora del acto sexual como diálogo y fiesta. Solo de saxo sin solo de sexo.


Cerveza, cerveza, cerveza, Pilsen, Pilsen Pilsen, helada, helada, helada.


Y, por supuesto, Bill Ward y sus mujeres culonas, tetudas y tan reales, en mi huevo-placenta.


Gracias a Carmen, por su sonrisa a lo Harrison Ford. A Curro, por sus inefables garitos con amplificadores Nad. A la Gótica, por mostrarme al fin sus piernas lechosas y robustas. A Deivid, por sus minipisos y sus maxiequipos. A Mara, por reconciliarme con el ciclocross. A German´s, por dar siempre las gracias. A la Jefa y a la sister, porque son family, y punto. A la rusa que vi con vaqueros y blusa roja, porque espero que sea lo que espero que sea. A Daieg, por todo lo que nos separa en música, que es casi como tocarse por el otro extremo, y por tanto, una forma de unión.


Corto el interruptor placentario y vuelvo al tajo. Blurrrp.

2 de julio de 2009

Elodie



He cumplido las disciplinas, me he impuesto una sanción: 150 flexiones, en tandas cortas, colgarme por los pechos, con dos garfios unidos a cuerdas de alta resistencia, en mi cuarto de baño, como Richard Harris en Un hombre llamado caballo. He pecado, un hombre no debe jamás olvidar a sus musas, y yo lo hice. Volver a recordarla fue como un relámpago, un flash, un shock con profundas convulsiones eléctricas. Merecía mi castigo. Me había olvidado de Elodie Bouchez, la actriz gala. Baste con eso.

En mi vida intento un equilibrio entre mis musas. Las espirituales y las perversas. Más o menos un 50 por ciento. Esa es la teoría. Una benéfica temporada de arte, o las oscuras fases de mis tentaciones, pueden decantar la balanza a uno u otro lado. Elodie Bouchez es una de las pocas musas de mi panteón, que puede funcionar bien en los dos bandos. Pureza junto a sexualidad arrolladora, un hombro en el que llorar y compartir eso que se llama la vida, o un cuerpo elástico y desafiante, con el que desfallecer en apartamentos megaurbanos, con grandes hélices ventiladoras. Cuentos y cómics, un vestido de verano, o cuero ceñido.

Elodie fue mi musa en el cambio de siglo. Allá por el 98, más o menos, la descubrí. Yo era una piltrafa, por culpa de un asuntillo sentimental (reflejo con el diminutivo, lo minúsculo y nimio de aquella experiencia), que dinamitó mi interior, hasta el punto de que una pequeña depresión, un dejar escapar los días y una sensación de completa inutilidad personal, me hundieron en el marasmo. Poco a poco y con la ayuda de pequeñas metas, conseguí recuperarme. Fue en aquellos días, cuando en un aula de cine universitario, vi La Vida Soñada de los Angeles, celebérima película, multipremiada y con justicia. En ella Elodie encarnaba un papel que es el sueño dorado de cualquier actriz, la chica de buen corazón que rula por el mundo y comparte piso, experiencias y vida, con una amiga más cercana a las sombras y al desequilibrio, y que por culpa de una nefasta relación amorosa, pierde el Norte de su vida. Mi identificación con aquella mujer destrozada fue total, y pocas veces mi llanto fue tan intenso, junto con la inquietud por un cine abarrotado que pudiera observarme. El ser humano sufrió, pero el buscador de mitos, y de referentes se enamoró de Elodie, o quizá más bien del personaje.

Junto a esta obra, Elodie se me apareció fresca y casi niña en Los Juncos Salvajes, amiga ideal de adolescencias confusas, o en la tórrida Demasiada carne, celebración del sexo sin cortapisas, en un microcosmos hostil y claustrofóbico. He ahí todo mi bagaje visual con respecto a la Bouchez. Después llegó la mitificaciómn, el culto, la búsqueda de fotos, reportajes, noticias, el tostón que doy a mis amigos exigiéndoles la escucha sobre la mujer ideal de mis fantasías y sueños. Incluso colegas míos, corresponsales parisinos, me advirtieron de que Elodie transitaba por el lado sexual de la cinematografía y también de la vida ( parece que su número de relaciones es elevado), con continuas propuestas eróticas y subidas de tono. Quizá fue todo una leyenda, o un par de films en un momento crucial y sensitivo de su periplo, qué más me da.

Luego la vida me llevó por otros derroteros, otras aventuras, y sí, la olvidé, o la dejé apartada. No puedo creerlo, ese rostro aniñado y travieso, las gruesas cejas que configuran un atractivo indudable, la sensual boca, su golosa dentadura. Pero nunca es tarde en el campo de la mitomanía, sea esta glamurosa o de brocha gorda. Hace poco descubrí que uno de los últimos trabajos de suncarrera, donde ha destacado, es en el papel de la asesina a sueldo Renée Rienne, en la quinta temporada de la serie de TV Alias. Una buena amiga mía dice que es una serie donde las inverosímiles pruebas de James Bond se han posmodernizado. Serie de culto, o morralla para tardes grises? No lo sé, pero quizá me haga con esos capítulos, el verano es largo y con muchas horas muertas.

He vuelto a ti, Elodie, perdóname, y celebremos este reencuentro con una realidad virtual de cenas, champagne y proyecciones, donde un apagón inesperado nos permita el roce de pieles voltaicas y juegos subterráneos.







29 de junio de 2009

El maravilloso mundo de las chapas




Yo creo que el Paraíso, de existir, tendría la forma de una gran terraza de verano, repleta de mesas y sillas y, sobre todo, de chapas por toda la explanada, chapas abolladas, dobladas, planas, boca arriba y boca abajo, todas ellas centelleantes gracias a un sol perpetuo. Y como el tiempo aquí no tiene razón de ser, Dios y todos nosotros, llevaríamos en la muñeca, en vez de un reloj, una chapa de Cinzano atada con una correa de cuero, por si nos ponemos mustios, basta con echarle una mirada y sentir de nuevo nuestra condición inmortal y eternamente infantil. Los ángeles serín camareros con abridores en su cintura, que continuamente usarían para que el suelo no quedara huérfano.

Yo creo que el último movimiento de la Cuarta sinfonía de Mahler es maravilloso, con esa canción donde los niños celebran un paraíso lleno de delicias sin fin, de comida y bebida y Santos que trabajan para ellos, pero echo en falta el lecho de chapas, y al os muchachos, con bolsas de plástico, que acuden a por ellas y luego se juntan, forman corros y juegan, protegidos por un parapeto de mármol con vistas al mar, como si se tratara de un cuadro de Alma Tadema. Yo creo que las chapas son la moneda corriente de las ganas eternas del juego, de la diversión que no admite el cansancio, de un tiempo dorado y breve, que merece su perpetuación tras la muerte.

No sé cuándo comenzó mi pasión por las chapas, no recuerdo el primer instante, el amor a primera vista. Puede que la chapa, con su pequeño tamaño, su forma circular, sus llamativos colores, sea para el infante un recordatorio del pezón materno. Yo, muchas vveces me he metido chapas en la boca, y he pasado la lengua por su cara interna, dulzona en las de refrescos y zumos, amarga en la cerveza, y a pesar del carácter antihigiénico de mi acto, siempre me ha colmado de placer.

Pero sí me acuerdo de haber formado dos equipos de chapas, las de Coca Cola contra las de San Miguel, con las que jugaba siempre un mismo partido, un Barcelona-At. Madrid legendario. Tendría 4 ó 5 años, el balón era una chapa de vermú, que era más pequeña y si estaba plana ejercía su función con probada eficacia. Recuerdo que las chapas de Coca cola tenía por debajo corcho, como las de los batidos, lo que otorgaba a sus disparos una potencia muy peligrosa. Siempre jugaba solo, y siempre busqué ser lo más imparcial posible en mis partidos, aunque reconozco que el Coca Cola Barça Team era mi favorito.

Más adelante diversifiqué mis competiciones, como hacemos todos. Hice vueltas ciclistas con más de cien chapas, que no solían superar la séptima etapa, aunque apuntaba las clasificaciones completas en cuadernos de espiral. Creo que, o bien perdí alguna dipotría en aquél titánico ejercicio, o adquirí la virtud de leer con soltura la letra pequeña de los prospectos de los medicamentos, probablemente las dos cosas. He hecho ligas oficiales, ligas individuales con un amigo por chapa, carreras donde toda la clase de mi colegio participaba, carreras de fórmula uno con chapas de idéntico color a los bólidos, mundiales de atletismo donde en vez de países, los grupos estaban formados por Refrescos de Naranja, de Limón , Zumos, Aguas, Batidos, etc.

Siempre di importancia a la marca de la chapa, frente a la costumbre imperante de darles la vuelta y rellenarlas con cera y fotos o dibujar los colores de los equipos de fútbol. Mis colegas de juegos no me entendían, aunque era muy parecido a coleccionar sellos o monedas. En aquellos tiempos en que no habíamos entrado en Europa, en los supermecados había poca bebida foránea. Por ello, cuando un amigo venía del extranjero con chapas novedosas, yo me volvía loco. Las cervezas alemanas se llevaban la palma con sus escudos heráldicos, sus leones o grifos rampantes. Me podía pasar una hora entera observando la chapa, extasiado, feliz. Llegaron más chapas, de Francia, Portugal, Checoslovaquia, Grecia, Italia, Reino Unido. Organcicé Eurocopas, más modestas, con 8 selecciones, con final four, oh que momentos!

Los años pasaron y siempre hay una tarde fatídica, cuando haces una limpieza de tu cuarto, en que, o bien te levantaste con el pie izquierdo, o estabas tonto, o querías demostrar que con ese acto pasabas a otro estadio de tu vida y adquirías una madurez respetable. El caso es que tiré mis chapas a la basura, no dejé ni un par de ellas como símbolo de mi pasión, aquella Mattoni que me trajeron de Chequia, o la portentosa Lowen Brau azul y plata con su león medieval. Cuánto lo he lamentado. Hay coleccionistas que fabrican planchas de metacrilato, donde colocan sus heroínas de metal para exhibirlas, a los entendidos, o a ellos mismos cuando un impulso interior les lleva a ello.

Por supuesto que nunca he olvidado mi pasión y que queda en mí una veta nostálgica. Aún recuerdo una edición de Bajo el Volcán, la novela de Lowry perteneciente a Circulo de Lectores, con fotos de etiquetas de tequilas, anises y chapas de cervezas mexicanas, obra de Alberto Gironella. Y con sorpresa, he decubierto que la manía de las chapas se perpetúa, y ha llevado a la creación de una Liga Oficial , donde gentes de todas las edades participan. Es un juego con un amplio y detallado Reglamento. Me ha sorprendido comprobar la existencia de páginas webs donde por ejemplo te puedes bajar las equipaciones de todos los equipos de la Champios League o Ligas europeas, con una fidelidad asombrosa. He visto también partidos filmados, finales de campeonatos, donde a veces hay cierta rutina, no se celebran los goles de forma entusiasta, pero que da gusto contemplar. Creo que el balón impide chutar con efectos. En esto el garbanzo de toda la vida era hijo del azar, sí, pero a veces describía unas curvas endiabladas en córners y faltas...

En fin, que no pararía de hablar de chapas, chapas y más chapas. Su forma, su sonido al caer al suelo, o al ser arrastrado o golpeado por cualquier niño, todo ello me embruja, y creo que lo seguirá haciendo por los siglos de los siglos.