1 de diciembre de 2009

Los dobladillos




Ella había descubierto el agujero, un agujero que creó, probablemente, el anterior inquilino, y que se ocultaba tras un cuadro de almanaque con una estampa suiza. Yo lo descubrí por casualidad, al descolgar el cuadro una noche, para intentar dar otro aire a la anodina habitación. Miré varias veces, más de las que mi razón recuerda, pero poco se veía pues era una estancia de paso, un especie de pasillo sin muebles. Sólo una vez la vi pasar en vulgar ropa interior, mojada, de la ducha, con un yogur en la mano. Pero esa noche, cuando oí los ruidos y miré, la tenía al otro lado, enojada, observando el huequecillo, raspando con la uña, para determinar profundidad y grosor; sentí que me moría. Su rostro adquirió matices cercanos a la ira, pero fue sólo un momento. Luego, no lo olvido, aquella sonrisa, maliciosa, terrible, como si me tuviese en su poder con aquel secreto.Analicé la situación, barajé todas las posibilidades. Si ella aparecía pidiendo expilcaciones, qué decir, Dios. Si era el presidente de la Comunidad de vecinos, mi discreta mudanza podría evitar el escándalo. Si fuera la Policía... Sí, llevaba dos años solo desde mi última relación, soy un homnbre, ustedes me entienden.

Nada de eso pasó. Nadie llamó a mi puerta. Por supuesto que me crucé con mi vecina, en el ascensor, en la cola del pan. Un saludo frío, la ignorancia y el desprecio, fueron mi castigo, que yo celebré aliviado. No volví a mirar tras la mirilla de mi anterior pecado. No. Hasta aquella noche. Tras la pared yo oía los ruidos de una silla que se arrastraba por el piso, el jazz clásico de las bandas de Stan Kenton, la oía a ella, donde nunca estaba más de tres segundos. Confieso que la curiosidad y el deseo de la infracción me embargó. Quité el cuadro y miré. Ella se hallaba sentada delante mío. Dónde habían quedado sus grises tejanos, sus amplios y desgastados jerseys, el pelo suelto y poco cuidado. Mi vecina, simplemente, cosía el dobladillo de su falda, de aquel vestido ceñido y coquetón. Me ofrecía unas piernas de pin up, un talle increíble, un peinado recogido que la otorgaba una imperial gracia a mis ojos. Quedé embobado, creo que de la comisura de mis labios cayó baba al suelo, estaba aturdido, y contemplé hasta el final la operación de cosido. Ella al acabar, se levantó y sin dirigirme una mirada, apagó las luces. Al poco rato, Stan Kenton expiró.

Durante los siguientes día, mi ego se expandió. Aquella chica, mi gloriosa vecinita, que tenía algo de exhibicionista, sin duda estaba loca por mí. La cosa prometía y deseaba un futuro encuentro en el ascensor o la calle. Pero cuando este se produjo, y en sucesivas ocasiones, la misma frialdad, el desprecio silencioso, el saludo correcto y poco más. Era como una advertencia: si tomaba algún tipo de iniciativa, ella lo revelaría todo. Colgué de nuevo el cuadro y me juré no volver a echar un vistazo, nunca más. Pasaron dos meses, hasta que una tarde, subiendo juntos en el ascensor, ella, miró su falda, y sin decir una palabra, comprobó que el dobladillo se había descosido. Aquella noche, presencié la misma labor de remiendo, la misma figura colosal, un nuevo vestido, pero igual o más provocador que el anterior, la misma ceremonia, y a Stan Kenton. Cuando me metí en el lecho, me hallaba empapado en sudor. Una ducha habría levantado mi piel.

Y así repetimos el acto unas cuantas veces, más de las que mi razón recuerda. Y nunca nos dijimos una frase, sólo los saludos cortantes. Puede que yo adelgazara, que enloqueciera, que renegara del mundo y que convirtiera a mi vecina en obsesión. Qué más da, me sentía vivo, más vivo que los últimos quince años de mi vida. Un día el camión de mudanzas apareció. Comprendí que ella se marchaba. Esperé, iluso, una despedida, un último intento, una nota en el buzón. Nada. Sólo el silencio. Ahora que el tiempo ha transcurrido, quizá ya no vea aquello como una desgracia. Quizá ella, me otorgó aquellas ceremonias domésticas. Fue una especie de dádiva, lo único que se dignaba a ofrecerme. Pero a ello me acojo. Y al menos, cuando en mi tocadiscos suena Stan Kenton, me basta con cerrar los ojos y abrir la mirilla.

(Dedicado, con gratitud, a Kenton Nelson y su obra El Arreglo, de 1954)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No sé,Raymond Carver hubiera hecho literatura tomando una foto de Kim Novak como punto de partida.
Spars despega,pero de momento son vuelos rasantes.
CURRO.

Puicerkof dijo...

No se xq me daba que eras un poco voyeaur, pero que quieres que te diga, si es para escribir cosas como estas bienvenida sea esa oscura aficion...

Personalmente creo que es tu mejor post... O tal vez no, pero cualquier caso me ha encantado