25 de noviembre de 2009

La Binoche



Si ya entoné el mea culpa por mi olvido flagrante de la gran Elodie Bouchez, no es menos cierto que el abandono al que he sometido a Juliette Binoche, emperatriz, maná personal en aquellos noventa que ya se alejan, es motivo, quizá no de cadena perpetua, pero sí de azotaina y rueda de presos en gélidos diciembres. No sé por qué esta maldición se recrea y ceba con las hijas de mi Francia, país al que idolatro, pero en ello quizá juegue alguna razón de tipo subliminal, como la práctica gala de no afeitarse las axilas en el caso de las damas, puede que mito hispánico fabricado para restar grandeza y civilización a nuestros vecinos de arriba, pero rumor extendido entre la ansiosa población masculina. La única vez que vi semejante evento capilar fue hace más de veinte años, con una adolescente de Aranjuez a la que amaba, y que se agarró del trampolín de una piscina en la que huíamos de la calima murciana. Aquella primera visión provocó en mí rechazo, pero al cabo de minutos, descubrí en ello un enorme juego de posibilidades...

Digámoslo sin ambages. La Binoche, cuando quiere, puede ser y es una dama en toda regla, de alto rango, vestido de gala, grand opera, cena y suite. Pero a mí al principio, me gustaba, sobre todo, por su cuerpo compacto, sus piernas regordetas y prietas, con la recia musculatura del batracio, pero con el charme de la femme. En cierto modo, Juliette representaba para mí una sana rusticidad de grato aroma. Yo me la imaginaba en una alquería fronteriza al Pirineo, amasando requesón, o cualquier produto lácteo de abundante cuajo, para que sus manos se introdujeran en la masa y generaran un mágico contacto con la comida y la propia vida. La Binoche era como la levadura de mi espíritu. Restos de harina en sus cabellos, o el zumbido próximo de un abejorro completarían el bodegón. Yo, parapetado tras un aparador, o sobre el falso artesonado de un establo, la pintaría al carboncillo, y como buen discípulo de Cezanne, realzaría los juegos de volúmenes, fuerzas y contrafuerzas, los imposibles equilibrios de su arquitectura. Con la Binoche se presiente el combate en el lecho, el ruido de las pieles que se rozan, los paroxismos de patadas defensivas e inútiles. Binoche era mucha Binoche.

Descubierta por mí en Los Amantes de Pont Neuf, en esos ciclos de cine club donde veía entre el público francesitas fraudulentas, que por haber visto el anuncio de Lulú de Cacharel, y ataviadas con gorritos ladeados, creían inútilmente, que la música de Fauré también a ellas les bañaría. La Binoche, mendiga tuerta, inició en mí la platónica senda del amor hacia las invidentes. La carrera nocturna por la playa, perseguida por un ente primigenio de imposible erección, es ya mito que merecería la mano de un Botticelli. En Herida, la violencia carnal con Jeremy Irons alcanzaba momentos de central eléctrica de magalópoli. Fue en El Paciente Inglés, donde nuestra francesa serena alcanzó su más alta fama. Película ésta que en su día se convirtió en imprescindible, pero que hoy ha perdido, en mi interior, gas. Sin embargo la escena de regalo de amor por parte de su novio sij, cuando ella es elevada con una bengala por las paredes de un templo donde reposan, dormidos, en sueño secular, frescos de Piero de la Francesca, es una miniatura persa dentro de aquella historia.

Esa es mi trilogía favorita. Sé que hay más películas, como Azul, como las de Haneke, como la olvidada pero interesante El Húsar en el Tejado. Sé que luego llegaron los anuncios de perfumes, la fama mediática. Quizá como acto de reconciliación vea en un futuro, por primera vez, La Insoportable levedad del ser, que se me antoja como Nueve Semanas y media pasada por el turmix centroeuropeo. Creéis que el paso de los años implica la decadencia de Binoche. Error. Al igual que los vinos de lento evejecimiento, Juliette es dueña de un buqué perenne, apropiado para paladares como el mío y el de más estetas funambulistas. Somos de lenta degustación, cerramos los ojos, percibimos las moléculas de un fular femenino que pasa por nuestra estancia. En ese sentido, la gran, la única Juliette Binoche, es un laboratorio andante, es alquimia pura, es el misterio gótico de una abadía o un himno a la virgen que reposa en un códice con letras doradas. Tu olvido es por tanto, imposible.

2 comentarios:

Puicerkosky dijo...

Sin conocerle le imagino riendo como un colegial en la escena de la playa en "Los amantes del Pont Neuf"...

Acaso se olvida del polvo bajo el marco de una puerta en "La insoportable levedad del ser"?

En cualquier caso, y compartiendo su admiracion por Juliette, yo me quedo con la belleza fragil y sufiente de "Azul"... Cuestion de pareceres...

Anónimo dijo...

Tampoco hace referencia a su aparición en "Alice et Martin" de Techiné.
Spars,le noto un tanto olvidadizo.