22 de octubre de 2009

Un segundo Barcelona y algunos recuerdos.




Como culé, esta es una semana crítica. La derrota en nuestro feudo ante el Rubin Kazan por 1-2 en la jornada de Champions, puede suponer un punto de inflexión. La perfección del equipo de Pep Guardiola, el maravilloso año del triplete, pueden pasar a mejor vida. Quizá sea un tropiezo pasajero pero también el principio del fin de un sueño demasiado largo. Aunque no por ello arrojo la toalla, y sigo creyendo en mi equipo, esta semana, sin embargo, quise mirar hacia otro lado. La ocasión me la propició un ecuatoriano con el que estuve charlando en mi lugar de trabajo. Es oriundo de Guayaquil, y yo ya sabía que en aquella ciudad existía un equipo con el nombre de Barcelona. Pero suponía que Barcelona era una ciudad ecuatoriana y Guayaquil, provincia, cantón o región del país. Error, Spars, el equipo se llama Barcelona porque varios de los fundadores eran catalanes. La ciudad es Guayaquil, la provincia o región Guayas.

Ante esta revelación empecé a investigar sobre este hermano deportivo. Lo primero que sorprende es el escudo, pues es casi calcado del equipo catalán, con ligeras variantes. El Barcelona Sporting Club fue fundado el 1 de mayo de 1925 en casa del catalán, y parece que venerado, Eutimio Pérez, que podría ser el Hans Gamper ecuatoriano. Es el equipo con más Ligas del país, 13, y finalista en dos ocasiones de la Copa Libertadores, y el único que no ha bajado nunca de categoría, aunque en esta temporada se ha salvado por los pelos (en esto se parece a mi Barça, que en nuestro país comparte ese honor con el Real Madrid y el Athlétic de Bilbao). También como el Barça, ha pasado por décadas de sequía, como en los años 70, y aunque después remontó el vuelo, parece que en estos tiempos no pasa por una bonanza deportiva. Y también como el Barça tiene una filosofía polideportiva, con varias secciones.

Su duelo estelar no es con ningún equipo de Quito, sino con el Club Sport Emelec, también de Guayaquil en lo que se conoce cono "Clásicos de Astillero", la zona de la ciudad donde se fundaron ambos clubs.



Su campo es el muy coqueto y grande Estadio Monumental, que más abajo reproduzco y sus colores actuales son el amarillo, con pantalón y medias negras. Claro, veo una camiseta amarilla con un escudo muy similar al del Barcelona hispano, y no puedo evitarlo, me voy al pasado, pues yo también llevé una camiseta amarilla, la de Meyba en los años 80, cuando la ropa deportiva era artesanía y no merchandising vulgar, cuando la poliamida exhalaba romanticismo. Aquella zamarra amarilla con franja azulgara vertical, que sudé, cuyo escudo recubría mi corazón y fue besado devotamente, fue testigo de mis gestas. Gestas, no nos engañemos, que no llegaban ni a Liga de aficionados, pero eran nuestros partidos, viernes por la tarde, 10 amigos universitarios, cuando nuestro paso por la Universidad fue un sinsentido masificado, y aún hoy el poso, y la calidad de profesores y alumnos salvo honrosas excepciones es paupérrimo.

Aún recuerdo mis primeros años en aquellos partidos de futbito, mi innata vocación de delantero, y mis zurdazos increíbles, que en un diestro como yo me revalorizaron. Hasta mis rivales lo reconocían: como Curro, quien mezclaba el estupor con la admiración. O el ariete Daieg, que intentaba, con su previsible regate en seco, restarme protagonismo. Todo era inútil, fueron unos pocos años gloriosos, mi equipo estaba bien armado, creían en mí y yo en ellos. Barrimos casi siempre a un rival más preocupado por sus nocturnas partidas de póker. Fue, quizá, demasiado fácil.

Luego llegó la decadencia, la falta de interés, el tener la cabeza en otro sitio, el sobrepeso acusador, el miedo a la fractura de tibia, el cambio de sede, de un polideportivo que respiraba leyenda, a una carpa anodina tras un Centro Comercial. Curro fue mi azote. Si antaño veía en mí al tuerto en el país de los ciegos y mediocres futbolistas, ahora mi arrastre por el campo le indignaba. Colgué las botas, en un claro acto de honradez, y, lo que es peor, regalé mi camiseta amarilla a un ilusionado chavalín culé, en un error que, el tiempo lo demuestra, fue de órdago.


Por ello doy las gracias a este Barcelona Sporting Club de Ecuador, que tembién es conocidio como El Idolo del Astillero, los Canarios o los Toreros, por su color reminiscente, que me ha llevado en volandas a aquellos felices 80 y primeros 90, y por ser allá, en el continente americano, un vínculo, un hermano del club blaugrana de mis amores. He intentado sin éxito buscar en la red alguna noticia de relación institucional entre directivas. Sí sé por mi amigo ecuatoriano, que allí se nos tiene simpatía y que en un partido contra el Madrid la cosa está clara par ellos. Intentaré seguir su Liga, sus evoluciones, ese proyecto de renovación a todos los niveles que pretenden, tras últimos sinsabores deportivos y económicos. Ahora mi barcelonismo se amplía, tiene más caras, es más plural, rico y fructífero, y todo gracia a una camiseta amarilla.

19 de octubre de 2009

Otoño, tiempo de Clementinas




Me juré a mí mismo, hace un año, que me desintoxicaría de la serie Amar en tiempos revueltos, de todo tipo de culebrón o serie de sobremesa. No quería caer en el típico enganche televisivo, en comenzar la tarde a las 5 y 10, sin los platos lavados, con la cama desecha y los dientes sucios y mascando un chicle de menta sin azúcar, en falso acto de consuelo. No quería simpatizar con los personajes, me decía a mí mismo que eran estereotipos. No me creía del todo aquellas excusas pero quería salir del agujero. Era como Frank Sinatra en el Hombre del Brazo de oro,un hombre que pugna por escapar del infierno catódico, esta vez sin la ayuda nacarada de alguna Kim Novak de barrio. Me tenía tan solo a mí mismo, y conmigo tenía que luchar.

Confieso mi derrota, de nuevo me arrastra la vorágine de capítulos, la, quizá, estampa de cartón piedra de una España de los años 50 que sigo sin creerme. Pero qué más da, amigos. La culpable, porque obviamente una mujer, como Eva en un nuevo paraíso, me ha llevado a este vergel de ficciones de novela popular, no es otra que Clementina, la chica que trabaja en los grandes almacenes Rivas, ingenua, sufriente, pelirroja, qué beldad (en estos momentos suspiro, que conste). Interpreta a la moza Raquel Quintana, y lo hace bien, pero que muy bien, con esa candorosa sosería que a veces esconde el fuego, las brasas de lo que en la lejanía parece iglú y de cerca se convierte en estufa de porcelana. Pero dejemos a la bella y prometedora Raquel a un lado, pues si a la ficción he sido arrastrado, si el amor que surge de nuevo en mi pecho, es un alado Cupido que deambula por platós e interiores, yo me quedo, me centro, me devoro las entrañas, con las cuitas de la sin par Clementina, con sus angustias y su desazón.

A la pobre la lleva por la calle de la amargura el sinvergüenza de José María, personaje abyecto de dudosa moral, casado para más inri, pícaro de segunda clase que sedujo a la virginal muchacha, y cuya relación ha sufrido inconstantes baches, mentiras, medias tintas y un juego poco limpio del ya maduro galán calvo que atormenta a nuestra Clementina, a mi Clementina. La chica ahora anda desconsolada, porque aunque ha cortado con su insidioso acosador, llegó con él al final, sí, al final de lo que todos nos imaginamos. Por eso, ahora, ya no está entera, ha sido mancillada, está marcada como las reses de un western, etc, y ese baldón en la España cincuentera, implica poco menos que la caída al lodo en lo sentimental, y la imposibilidad de que cualquier hombre honrado se fije en ella, para noviazgo y posterior matrimonio por la Santa Iglesia Católica.

Y eso sí que no, Clementina, a eso me niego. Porque tú te lo mereces todo. Ojalá tuviese las llaves del teletransportador de partículas que la Nasa seguro que esconde, para sus viajes en el tiempo. Iría hacia ti, hacia tu mundo, con sombrero de ala ancha y una novela del Encapuchado de Hipkiss bajo el brazo. Y te serviría, te bañaría en poemas clásicos, te cantaría bajo una luna plena, comeríamos pipas en los parques de escuálidos y desnudos árboles otoñales, o nos perderíamos en cines de programa doble y soñaríamos hombro con hombro con Sabas remotas, o ranchos agrestes.

Qué me das, Clementina, qué filtro venenoso burbujea en mis venas, y martillea mis sienes cuando apareces ante mí cada tarde? Por qué vibro, por qué me siento danza furiosa de electrones y no persona? Por qué me vuelves tan cuántico, Clementina pelirroja de mis desvelos? No niego que el uniforme ayuda lo suyo, que en ello veo un fetichismo no sucio, sino adornado con la nobleza de mi corazón sin par. Ese verde esperanza, verde candor, pradera y esmeralda, es el manto ideal que te recubre, Clementina, es tu color y tu marchamo. La hierba para mí, a partir de ahora, de ayer, de siempre, es Clementina expandida, invasora de las rocas y del desierto estéril.

Pero nos separa la distancia temporal de medio siglo, y la magia de la televisión. En ti, Clementina se resume la imposibilidad de que el pesronaje salga de su entorno, como una Rosa Púrpura del Cairo a la inversa. Pero poco me importa, pues me contento con verte cada día, lo poquito o lo mucho que te dejen los guionistas, hundido en mi sillón de Ikea, con la bandera blanca de la rendición incondicional en mi mano. Lo dicho, Clementina, fruto otoñal, hasta siempre, te deseo lo mejor.

15 de octubre de 2009

Por qué soy ramista.


Con la adquisición este fin de semana del dvd con la comedia Les paladins de Rameau (1683-1764), puedo decir que poseo casi la totalidad de las obras mayores del compositor galo, da igual el formato. Tan solo me falta la pastoral heroica Zais, en la inencontrable y cara versión de La Petite Bande dirigida por Kuijken, en el difícil sello Still. Mi relación con Rameau es ya larga, y puedo decirlo, es un amor constante y con fruto. Ya en una clase de música en Bup, al leer en un libro el nombre de Rameau, sentí extrañas vibraciones, un cosquillero especial, y aún no había escuchado nada de su música! Fue al comienzo de mis años universitarios cuando empecé a probar bocados de esas delicias. Por entonces era un furibundo haendeliano. Pero mientras Haendel ha pasado a un segundo plano, el compositor de Dijon es lo más cercano al matrimonio feliz que puedo conocer en mi extraña vida.

Por qué me gusta Rameau? Muy sencillo, porque me llega más que ningún otro, porque, cuando lo escucho, siento que yo, y solo yo, soy el destinatario de su música, aunque hayan pasado más de trescientos años desde su nacimiento. Porque parece que su lenguaje musical, el sello personal que transmite cuando oímos sus obras, ese lenguaje, repito, lo llevo en la sangre, de forma innata y no necesito diccionarios. Me siento por tanto, afortunado. Pueden gustarte obras , temas, canciones diversas, pero encontrar a un músico, que casi siempre que le escuchas, sintoniza contigo, y te electriza la piel, eso es un regalo impagable.
Rameau es un compositor operístico, encuadrado en el barroco tardío, heredero de la tragedia lírica francesa de Lully, del alejandrino y la pomposa declamación. Esto es importante para los que se estrellan con sus recitativos, pues las tragedias líricas de Rameau, como su nombre indica, no son música sino drama, teatro. A pesar de ello, cualquier acto escogido al azar de una de sus obras mayores, a pesar de la mezcolanza de arias, ariosos, coros o danzas, posee una unidad, un ensamblaje que lo liga a la tradición de aquellos músicos que ven en la ópera un vehículo de acción dramatica y no tan solo virtuosismo vocal, belcantismo. Pienso en Monteverdi, en Gluck, Berlioz, y Wagner. Creo que Rameau es el más wagneriano de los operistas barrocos, y aún siendo distintos en lenguaje y concepciones, percibo similitudes entre ellos.

Pero donde Rameau muestra mejor su magia, es en sus innumerables danzas, que muestran un vitalismo y sentido del ritmo admirables. Difícil es quedarse quieto al escucharlas sin que un pie, o una mano se muevan de forma involuntaria. A la par, su poderosa paleta orquestal, en una formación como la barroca, no lo olvidemos, reducida en comparación con orquestas sinfónicas, alcanza verdaderos milagros. En ello la retórica muscial del XVIII, con sus tempestades, terremotos, tormentas, monstruos que surgen de las aguas, es un aliado más, pero el sello de Rameau en estos pasajes orquestales, es inconfundible. De audición obligada, pues, las grandes tragedias, Hipolito y Aricia, Castor y Pollux, Dardanus, Zoroastre, Le Boreades, sus comedias Platee y Les Paladins, su opera ballet Las Indias Galantes, sus pastorales Nais y Zais, algunas obras en un acto, como Anacreon o Pigmalion. Quien se acerque a ellas percibirá un universo propio, la huella del gran Rameau, creador de los fundamentos de la armonía moderna.

Hace poco estuve en una conferencia sobre Wagner. El ponente, se declaraba fan incondicional del sajón, y decía que su música le había hecho llorar. Pues bien, si con algún músico he llegado a la llorera es con Rameau. Como ejemplo este aria que extraigo de You Toube, "Yo vuelo, amor, donde tú me llames , préstame tus alas..." de la ópera Les Paladins. Esta misma tarde, escuchándola, he sentido los temblores que anuncian la catarata lacrimosa.

Gracias una y mil veces Jean Philippe, por hacerme partícipe de tu genio, y llevarme a las alturas más frondosas de la felicidad.

7 de octubre de 2009

Oh, Suzanne...






La eterna búsqueda de lo femenino que caracteriza mi vida, en la que, bajo un disfraz de arpas sentimentales, o pámpanos que rezuman néctar en las estancias de Eros, se esconde, lo confieso, una búsqueda filosófica (quien conozca el cuadro de Courbet El origen del mundo, sabrá, como yo, que la mujer es un ente metafísico), me lleva a estar alerta en todo momento, a la caza o búsqueda de la luz. Sé entonces que el golpe de aire que parece provenir de una ventana o puerta que se cierran, no son sino el aliento en el cogote de la Diosa, de la Musa, de la matriz que genera el torbellino de lo que llamamos vida y que yo asocio a la femineidad.

Me ocurrió el otro día cuando leía un libro sobre Satie, músico inasible e inclasificable, que por más que leo sobre él y escucho su música -me refiero a sus obras para piano, pues los ballets como Parade aún no me han sido revelados-, se me sigue escapando como el agua entre los dedos. No sé si es un místico, un bohemio o un farsante, pero supongo que dicho enigma persistirá a lo largo de mi vida. Lo que quedó claro fue la existencia de una aventura amorosa, breve e intensa, del compositor con Suzanne Valadon, pintora y más cosas de aquel París finisecular, cuyo autorretrato figuraba en el libro, obra que reproduzco, y que me ganó para siempre, de esta artista que no conocía.

En el mundo del arte hay dos clases de mujeres que me hipnotizan, las violonchelistas y las pintoras. Las primeras por la fisicidad de su postura al ejecutar la música, sentadas, con las piernas abiertas que capturan el instrumento, en una especie de ballet estático, arrancando los graves, masculinos sonidos del cuerpo del cello, como si fuera un acto amoroso presidido por la elegancia y las buenas formas. Jacqueline Du Pre sería el ejemplo canónico. En las segundas, sueño con que el aroma de la trementina mezclado con sus olores y perfumes naturales y artificiales, convierten el atelier, el estudio abuhardillado, en un vergel tóxico y tentador. La mujer pintora, cuyo cuello firme y recio, eso por decontado, ha sido mancillado por gotitas de pintura, invita a su limpieza, a caricias juguetonas mientras contemplamos en la tela el desnudo al natural sobre divanes floreados, mientras una maceta en el alféizar de la ventana nos recuerda que ahí habita una mujer. Cellistas y pintoras ofrecen múltiples atractivos, que yo recojo en mi cesta griega de mimbre.

No me extenderé en la vida y obras de la Valadon. Nuestro blog no es una enciclopedia ni una preparación a futuras tesis doctorales. Sí me recrearé en ese retrato que denota sencillez, ausencia de afectación, relajación ante su mirada, el pelo partido en dos, recogido atrás, sin ningún adorno vacuo, las arqueadas cejas, su seriedad concentrada, esa sensación de honestidad de la mujer y de la artista, que me penetra desde su primera visión. Eso es impagable. Pero temía que el cuadro no fuese realista, temía que se produjera el drama de los rostros que son emblemáticos y característicos de una época, pero que traídos a nuestros días rechinan, se vuelven ridículos, o, como diría Satie, fofos. La fotografía de época está llena de ejemplos, como las caras del diecinueve, o las de la Gran Depresión yanqui, faces imperfectas y no universales.

Pero una revisión de fotografías de Valadon, revelan la hermosura auténtica, pura y eterna. Suzanne me ha ganado y reprocho a Dios, si existe, el no conceder, en determinados casos, la vida eterna en carne y hueso y en este mundo, a quien como ella, lo merecía con creces. Entonces, iría a París en Talgo o diligencia, y ante ella, besaría su mano antes de tomar un té en recoletos salones de hotel, con música de piano al fondo, of course, de Satie.

6 de octubre de 2009

Cuando el pasado se pone a cantar










Hace unos años, cuando el Boletín Discoplay todavía habitaba entre nosotros, encontré allí una oferta tentadora: dos cajas de 40 cds cada una dedicadas a las grandes voces de la ópera, al irrisorio precio de 25 euros el lote completo. No dudé mucho. Cuando me llegó a casa vi que se trataba de una antología de los mejores cantantes de la primera mitad del siglo XX. También noté que había adquirido los números 2 y 3, con lo que me faltaba la caja que abría el ciclo. Intenté conseguirla por la web, pues en tiendas era francamente complicado. Pasaban los años y no conseguía mi objetivo, pero oh fortuna, en una web catalana se ha obrado el milagro, y ayer mismo completé mi colección. Ello no quiere decir que no haya pescado en otras aguas, y que me haya hecho con grabaciones históricas en otros sellos como Naxos (por ejemplo, el famoso Tristán e Isolda londinense del 36), pero en cierto modo cerré el círculo, la empresa que dio comienzo en un pasado cercano.

Desde entonces he sido un fanático de las grabaciones antiguas, de las voces del pasado. Creo que en ello hay algo subjetivo, algo que nosotros ponemos. Escuchar sonidos que, aunque reprocesados, todavía llevan a cuestas fritangas sónicas, distorsiones de volumen o el giro del microsurco, no implica una óptima condición de escucha. Pero, y esto es lo más importante, la gran calidad de las voces de esos divos pretéritos, la pátina que el tiempo adorna a su favor, y un cierto viaje de la imaginación propia, como si la máquina del tiempo hiciese acto de presencia en forma de coliseo operístico, me llevan en volandas hacia sublimes y remotas regiones, más allá de la droguería de mi barrio o la tintorería de la manzana siguiente, todas ellas necesarias, sí, pero sin halo poético.

No seré yo quien entre en polémicas sobre si se cantaba mejor antes que ahora, o si la orquesta de Wagner o Richard Strauss necesitan de unas buenas condiciones de grabación para optimizar su sonido. Cuando se trata de calidad artística, todos esos parámetros se dejan a un lado. Mecerse en las voces de Caruso, Gina Cigna, la Flagstad, Melchior, nuestra Mercedes Capsir o Chaliapin, es entrar en contacto con el don sonoro, con los artistas que han configurado el patrimonio vocal, la cantera de lo que hoy, con mejor o peor fortuna se mueve por la tablas de los teatros. No soy el único chiflado. Otras personas sienten como yo el mismo vicio, el dardo penetrante en sus corazones melómanos, incluso con webs dedicadas al tema que de vez en cuando devoro. Sí reconozco que en lo wagneriano soy proclive a la mitificación. Los vestuarios, las valquirias de cascos alados, las cotas de malla, me hacen ver espectáculos de cartón piedra, en cierto modo apolillados pero con pedigrí, y ruido de metales que entrechocan. Ese realismo en el vestuario del mito germánico, tan desvirtuado por las puestas en escena actuales, lo reconozco, me chifla.

Por ello traigo la foto de la Flagstad, valquiria total, que lleva sus pertrechos con arrojo en busca de la proeza vocal. Junto a ella, dos grandes cantantes que además como mujeres, como representantes de lo dulce femenino que se vuelve en mí confitería vienesa, me elevan con su belleza: la barcelonesa Conchita Supervía, que aquí aparece con una mirada en cierto modo procaz, y que, enfundada en ese grueso cuello de belle epoque, parece invitarme a un vermú en recónditos bares capitalinos, oferta que no rechazaría. O la británica Maggie Teyte, proeza escultórica de Fidias, sibila hiperbórea, diva que merece poemas devotos con ribetes simbolistas.

En suma, estar vivo, cuando los años pasan, es coleccionar pasiones que nos hagan desear nuevos descubrimientos futuros. El campo de los cantantes del pasado es, por ello, un filón inagotable.