19 de octubre de 2009

Otoño, tiempo de Clementinas




Me juré a mí mismo, hace un año, que me desintoxicaría de la serie Amar en tiempos revueltos, de todo tipo de culebrón o serie de sobremesa. No quería caer en el típico enganche televisivo, en comenzar la tarde a las 5 y 10, sin los platos lavados, con la cama desecha y los dientes sucios y mascando un chicle de menta sin azúcar, en falso acto de consuelo. No quería simpatizar con los personajes, me decía a mí mismo que eran estereotipos. No me creía del todo aquellas excusas pero quería salir del agujero. Era como Frank Sinatra en el Hombre del Brazo de oro,un hombre que pugna por escapar del infierno catódico, esta vez sin la ayuda nacarada de alguna Kim Novak de barrio. Me tenía tan solo a mí mismo, y conmigo tenía que luchar.

Confieso mi derrota, de nuevo me arrastra la vorágine de capítulos, la, quizá, estampa de cartón piedra de una España de los años 50 que sigo sin creerme. Pero qué más da, amigos. La culpable, porque obviamente una mujer, como Eva en un nuevo paraíso, me ha llevado a este vergel de ficciones de novela popular, no es otra que Clementina, la chica que trabaja en los grandes almacenes Rivas, ingenua, sufriente, pelirroja, qué beldad (en estos momentos suspiro, que conste). Interpreta a la moza Raquel Quintana, y lo hace bien, pero que muy bien, con esa candorosa sosería que a veces esconde el fuego, las brasas de lo que en la lejanía parece iglú y de cerca se convierte en estufa de porcelana. Pero dejemos a la bella y prometedora Raquel a un lado, pues si a la ficción he sido arrastrado, si el amor que surge de nuevo en mi pecho, es un alado Cupido que deambula por platós e interiores, yo me quedo, me centro, me devoro las entrañas, con las cuitas de la sin par Clementina, con sus angustias y su desazón.

A la pobre la lleva por la calle de la amargura el sinvergüenza de José María, personaje abyecto de dudosa moral, casado para más inri, pícaro de segunda clase que sedujo a la virginal muchacha, y cuya relación ha sufrido inconstantes baches, mentiras, medias tintas y un juego poco limpio del ya maduro galán calvo que atormenta a nuestra Clementina, a mi Clementina. La chica ahora anda desconsolada, porque aunque ha cortado con su insidioso acosador, llegó con él al final, sí, al final de lo que todos nos imaginamos. Por eso, ahora, ya no está entera, ha sido mancillada, está marcada como las reses de un western, etc, y ese baldón en la España cincuentera, implica poco menos que la caída al lodo en lo sentimental, y la imposibilidad de que cualquier hombre honrado se fije en ella, para noviazgo y posterior matrimonio por la Santa Iglesia Católica.

Y eso sí que no, Clementina, a eso me niego. Porque tú te lo mereces todo. Ojalá tuviese las llaves del teletransportador de partículas que la Nasa seguro que esconde, para sus viajes en el tiempo. Iría hacia ti, hacia tu mundo, con sombrero de ala ancha y una novela del Encapuchado de Hipkiss bajo el brazo. Y te serviría, te bañaría en poemas clásicos, te cantaría bajo una luna plena, comeríamos pipas en los parques de escuálidos y desnudos árboles otoñales, o nos perderíamos en cines de programa doble y soñaríamos hombro con hombro con Sabas remotas, o ranchos agrestes.

Qué me das, Clementina, qué filtro venenoso burbujea en mis venas, y martillea mis sienes cuando apareces ante mí cada tarde? Por qué vibro, por qué me siento danza furiosa de electrones y no persona? Por qué me vuelves tan cuántico, Clementina pelirroja de mis desvelos? No niego que el uniforme ayuda lo suyo, que en ello veo un fetichismo no sucio, sino adornado con la nobleza de mi corazón sin par. Ese verde esperanza, verde candor, pradera y esmeralda, es el manto ideal que te recubre, Clementina, es tu color y tu marchamo. La hierba para mí, a partir de ahora, de ayer, de siempre, es Clementina expandida, invasora de las rocas y del desierto estéril.

Pero nos separa la distancia temporal de medio siglo, y la magia de la televisión. En ti, Clementina se resume la imposibilidad de que el pesronaje salga de su entorno, como una Rosa Púrpura del Cairo a la inversa. Pero poco me importa, pues me contento con verte cada día, lo poquito o lo mucho que te dejen los guionistas, hundido en mi sillón de Ikea, con la bandera blanca de la rendición incondicional en mi mano. Lo dicho, Clementina, fruto otoñal, hasta siempre, te deseo lo mejor.

2 comentarios:

Willie McTell dijo...

¿La bandera blanca de la rendición incondicional en mi mano?

Como si no le conocieramos...

Anónimo dijo...

Espero que la jamba de la que hablas no sea el pedazo de coyotazo cuya fotografía encabeza el texto.