Hace unos años, cuando el Boletín Discoplay todavía habitaba entre nosotros, encontré allí una oferta tentadora: dos cajas de 40 cds cada una dedicadas a las grandes voces de la ópera, al irrisorio precio de 25 euros el lote completo. No dudé mucho. Cuando me llegó a casa vi que se trataba de una antología de los mejores cantantes de la primera mitad del siglo XX. También noté que había adquirido los números 2 y 3, con lo que me faltaba la caja que abría el ciclo. Intenté conseguirla por la web, pues en tiendas era francamente complicado. Pasaban los años y no conseguía mi objetivo, pero oh fortuna, en una web catalana se ha obrado el milagro, y ayer mismo completé mi colección. Ello no quiere decir que no haya pescado en otras aguas, y que me haya hecho con grabaciones históricas en otros sellos como Naxos (por ejemplo, el famoso Tristán e Isolda londinense del 36), pero en cierto modo cerré el círculo, la empresa que dio comienzo en un pasado cercano.
Desde entonces he sido un fanático de las grabaciones antiguas, de las voces del pasado. Creo que en ello hay algo subjetivo, algo que nosotros ponemos. Escuchar sonidos que, aunque reprocesados, todavía llevan a cuestas fritangas sónicas, distorsiones de volumen o el giro del microsurco, no implica una óptima condición de escucha. Pero, y esto es lo más importante, la gran calidad de las voces de esos divos pretéritos, la pátina que el tiempo adorna a su favor, y un cierto viaje de la imaginación propia, como si la máquina del tiempo hiciese acto de presencia en forma de coliseo operístico, me llevan en volandas hacia sublimes y remotas regiones, más allá de la droguería de mi barrio o la tintorería de la manzana siguiente, todas ellas necesarias, sí, pero sin halo poético.
No seré yo quien entre en polémicas sobre si se cantaba mejor antes que ahora, o si la orquesta de Wagner o Richard Strauss necesitan de unas buenas condiciones de grabación para optimizar su sonido. Cuando se trata de calidad artística, todos esos parámetros se dejan a un lado. Mecerse en las voces de Caruso, Gina Cigna, la Flagstad, Melchior, nuestra Mercedes Capsir o Chaliapin, es entrar en contacto con el don sonoro, con los artistas que han configurado el patrimonio vocal, la cantera de lo que hoy, con mejor o peor fortuna se mueve por la tablas de los teatros. No soy el único chiflado. Otras personas sienten como yo el mismo vicio, el dardo penetrante en sus corazones melómanos, incluso con webs dedicadas al tema que de vez en cuando devoro. Sí reconozco que en lo wagneriano soy proclive a la mitificación. Los vestuarios, las valquirias de cascos alados, las cotas de malla, me hacen ver espectáculos de cartón piedra, en cierto modo apolillados pero con pedigrí, y ruido de metales que entrechocan. Ese realismo en el vestuario del mito germánico, tan desvirtuado por las puestas en escena actuales, lo reconozco, me chifla.
Por ello traigo la foto de la Flagstad, valquiria total, que lleva sus pertrechos con arrojo en busca de la proeza vocal. Junto a ella, dos grandes cantantes que además como mujeres, como representantes de lo dulce femenino que se vuelve en mí confitería vienesa, me elevan con su belleza: la barcelonesa Conchita Supervía, que aquí aparece con una mirada en cierto modo procaz, y que, enfundada en ese grueso cuello de belle epoque, parece invitarme a un vermú en recónditos bares capitalinos, oferta que no rechazaría. O la británica Maggie Teyte, proeza escultórica de Fidias, sibila hiperbórea, diva que merece poemas devotos con ribetes simbolistas.
En suma, estar vivo, cuando los años pasan, es coleccionar pasiones que nos hagan desear nuevos descubrimientos futuros. El campo de los cantantes del pasado es, por ello, un filón inagotable.
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