La eterna búsqueda de lo femenino que caracteriza mi vida, en la que, bajo un disfraz de arpas sentimentales, o pámpanos que rezuman néctar en las estancias de Eros, se esconde, lo confieso, una búsqueda filosófica (quien conozca el cuadro de Courbet El origen del mundo, sabrá, como yo, que la mujer es un ente metafísico), me lleva a estar alerta en todo momento, a la caza o búsqueda de la luz. Sé entonces que el golpe de aire que parece provenir de una ventana o puerta que se cierran, no son sino el aliento en el cogote de la Diosa, de la Musa, de la matriz que genera el torbellino de lo que llamamos vida y que yo asocio a la femineidad.
Me ocurrió el otro día cuando leía un libro sobre Satie, músico inasible e inclasificable, que por más que leo sobre él y escucho su música -me refiero a sus obras para piano, pues los ballets como Parade aún no me han sido revelados-, se me sigue escapando como el agua entre los dedos. No sé si es un místico, un bohemio o un farsante, pero supongo que dicho enigma persistirá a lo largo de mi vida. Lo que quedó claro fue la existencia de una aventura amorosa, breve e intensa, del compositor con Suzanne Valadon, pintora y más cosas de aquel París finisecular, cuyo autorretrato figuraba en el libro, obra que reproduzco, y que me ganó para siempre, de esta artista que no conocía.
En el mundo del arte hay dos clases de mujeres que me hipnotizan, las violonchelistas y las pintoras. Las primeras por la fisicidad de su postura al ejecutar la música, sentadas, con las piernas abiertas que capturan el instrumento, en una especie de ballet estático, arrancando los graves, masculinos sonidos del cuerpo del cello, como si fuera un acto amoroso presidido por la elegancia y las buenas formas. Jacqueline Du Pre sería el ejemplo canónico. En las segundas, sueño con que el aroma de la trementina mezclado con sus olores y perfumes naturales y artificiales, convierten el atelier, el estudio abuhardillado, en un vergel tóxico y tentador. La mujer pintora, cuyo cuello firme y recio, eso por decontado, ha sido mancillado por gotitas de pintura, invita a su limpieza, a caricias juguetonas mientras contemplamos en la tela el desnudo al natural sobre divanes floreados, mientras una maceta en el alféizar de la ventana nos recuerda que ahí habita una mujer. Cellistas y pintoras ofrecen múltiples atractivos, que yo recojo en mi cesta griega de mimbre.
No me extenderé en la vida y obras de la Valadon. Nuestro blog no es una enciclopedia ni una preparación a futuras tesis doctorales. Sí me recrearé en ese retrato que denota sencillez, ausencia de afectación, relajación ante su mirada, el pelo partido en dos, recogido atrás, sin ningún adorno vacuo, las arqueadas cejas, su seriedad concentrada, esa sensación de honestidad de la mujer y de la artista, que me penetra desde su primera visión. Eso es impagable. Pero temía que el cuadro no fuese realista, temía que se produjera el drama de los rostros que son emblemáticos y característicos de una época, pero que traídos a nuestros días rechinan, se vuelven ridículos, o, como diría Satie, fofos. La fotografía de época está llena de ejemplos, como las caras del diecinueve, o las de la Gran Depresión yanqui, faces imperfectas y no universales.
Pero una revisión de fotografías de Valadon, revelan la hermosura auténtica, pura y eterna. Suzanne me ha ganado y reprocho a Dios, si existe, el no conceder, en determinados casos, la vida eterna en carne y hueso y en este mundo, a quien como ella, lo merecía con creces. Entonces, iría a París en Talgo o diligencia, y ante ella, besaría su mano antes de tomar un té en recoletos salones de hotel, con música de piano al fondo, of course, de Satie.
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