14 de agosto de 2009

Anna y Hanna, o el juego de las muñecas rusas














Es curioso. A veces ocurre que las visiones fugaces generan universos completos. Basta con un segundo, con una fracción de la vida, para que la imaginación y las ganas de soñar exploten. Me gusta este tipo de mentira, la ficción que nunca llegará a ser, el juego nocturno, con la luz apagada, en la cama, de dormirse imaginado un mundo paralelo. Esta ccstumbre, diría que infantil, es necesaria en mi vida. No la busco, acude al encuentro; no la planeo, ella me elige. Es como estar preparado para la llegada del Maestro, que diríamos en un plano filosófico oriental. Es darle alas, a veces, a una vida plana. Es novelar.

Ocurrió hace unos años, cuando fui al cine un lunes por la noche. La película era El Hundimiento, la historia de los últimos instantes o días de Hitler en el búnker de Berlín, con toda su paradoja de megalomanía, de la pérdida más absoluta del sentido de la realidad, y de ausencia total de conciencia con respecto a su pueblo, o de todas las atrocidades que en el mundo han sufrido las víctimas civiles, por parte de un Hitler de teatro del absurdo. Obviamente, el punto fuerte de la película, más allá de la historia, de su calidad formal, estribaba en la actuación de Bruno Ganz como el Fuhrer, a quien solo cabe dar el calificativo de excepcional.

Sabía el contexto en que la película me introduciría, me aprestaba a doctas y eruditas reflexiones sobre la decadencia nazi, donde ni uno solo de los personajes fundamentales faltarían: Himmler, Speer, Goebbels, Eva Braun. Pero ya dije al principio que la magia acude, cuando lo desea, a sorprendernos. En el último tercio de la película, aparecen en escena un hombre y una mujer que acaban de sortear las líneas enemigas en avión, para llegar al asediado Berlín. El está herido. Ella me cautiva. Al principo, con la cara ensuciada por el vuelo, y más adelante ya arreglada para la cena, entra en plano muy pocas veces, pero es suficiente para mí. Belleza frágil, ojos aules, sensación de que mañana mismo podría marchitarse. Quién es esta mujer?

Cuando finalizó la proyección, no pude conseguir su nombre, pues las luces abortaron los títulos de crédito. Pero sí me había dado cuenta de que aquel rostro me era familiar, porque se parecía al de otra persona, una chica del supermercado de mi barrio, que durante unos meses trabajó allí. La misma belleza cansada, esas ojeras, que tan bien reflefó por ejemplo Ramón Casas, en aquel retrato de Madeleine, mujer nocturna de cafetín, cigarro y absenta. Esa cajera cuya cola yo elegía casi siempre, para convertir la compra en un acto de devoción, que podria parangonarse con el icono de una vírgen bizantina, o una madonna del prerenacimiento. Aquella cajera que, en plena calle, en una noche de verano, llevaba un vestido blanco e iba acompañada de un setter al que acaricié. Breves palabras, varias miradas y después la desaparición, pero no el olvido. Sí, aquel rostro tenía más de una dueña.

Esta semana he rescatado la película en DVD. He descubierto el nombre de la actriz, se llama Anna Thalbach. Biografía en la Wikipedia en alemán que no entiendo, con chapucera traducción castellana, alguna película en la que interviene, ninguna información más. Poco importa, me basta con sus fotos, con su imagen, con su provocación pletórica en mi interior. Más allá de quedarme con la actriz, también indagué en el personaje, la aviadora Hanna Reitsch, conocida no solo por su filiación nazi sino por haber batido varios records de aviación a lo largo de su vida, que no acabó precisamente con la caída del régimen hitleriano, sino que fue más allá. Excelente piloto de pruebas, talento precoz, de constitución débil pero con una enorme fuerza de voluntad, el parecido entre ambas, entre Anna y Hanna, es más que evidente.


Oh, Anna Thalbach, nueva socia del Club inagotable de mis musas! Al igual que en la película, cruzaste las líneas enemigas, sorteando las baterías antiaéreas de mi corazón maltrecho e hiperprotegido. Tu languidez, tu delicadeza de exquisito cristal, abre las puertas del búnquer en el que me protejo, de la torreta donde intento ver el mundo de forma impasible, pero en el que sólo constato impotencia y derrota frente a todo tipo de belleza, frente a tu belleza. Contigo percibo gozosos hundimientos, en abismos de poesía.

10 de agosto de 2009

Amor céltico






Para un gran número de melómanos, la figura del compositor británico Arnold Bax (1883-1953), resulta tangencial, desconocida o, en el peor de los casos, etiquetable como música inglesa, una peyorativa forma de describir la música britana, con su insularidad, sus excesos pastorales, plácidos o románticos, cuando no pomposos como en el caso de Elgar. Si bien hay algo de cierto en todo ello, la música de las Islas merece ser conocida por sí misma. Lo demás resulta un prejuicio difícilmente justificable.

La primera noticia que tuve de Bax, fue a través de una sección de la revista Ritmo, titulada Compositores fuera de circuito. Casi a la par me di cuenta de que su ciclo sinfónico estaba siendo publicado por la firma Naxos, con lo que me hice con algunos de sus discos. En aquellos ya lejanos años, lo confieso, me estrellé con sus Sinfonías pero hice buenas migas con sus poemas sinfónicos, como November Woods o The Happy Forest, que aún hoy me siguen pareciendo soberbios. Posteriores reescuchas me han acercado con mayor fortuna a su obra sinfónica. Encuentro en ellas una gran exquisitez, una orquestación sutil y mágnífica, oscuridad, conflicto, y, por supuesto, romanticismo musical y matices impresionistas.

Si la obra de Bax puede resultar no accesible a priori, en su vida sí se reflejan hechos atractivos, como su temprana obsesión por Irlanda, lo irlandés o lo céltico, representado por la obra poética de W. B. Yeats, que tanto influyera en el músico, tambíén él poeta, bajo el seudónimo de Dermot O´Byrne. O sus peregrinajes a la escocesa Morar en los Highlands con sus montes y lagos, año tras año. Bax necesitaba de la naturaleza, del mar, hasta el punto de ser comparadas sus acuarelas musicales con Debussy, algo tópico, es verdad, pero no injusto. Sus biógrafos y analistas también hablan de él como de un escapista, no sé si por huir de determinados compromisos que tuvo que afrontar, o por no sentirse a gusto en el mundo estético de su época, el de las vanguardias imperantes en Europa.

Indagando en las diversas webs que proporcionan información sobre Bax, me topé con la foto que abre mi post. Obviamente quedé impresionado por la mujer que acompaña al compositor, por su cabeza ladeada, y su mirada entornada que parece producto de algún zumo de adormidera, o trasunto de la Salomé de Gustav Klimt, una mezcla de desidia y deseo. Descubrí que se trataba de Harriet Cohen (1895-1967), pianista afamada en su tiempo, y amiga y amante de Bax durante décadas, su sueño adolescente, como él la calificaba. Musa de alguna de sus obras como el poema sinfónico Tintagel, que homenajea unas vacaciones que pasaron juntos en la localidad homónima, cerca de Cornualles, con su castillo en ruinas, y de nuevo, lo legendario, lo artúrico, incluso lo tristanesco y wagneriano, en definitiva , la eterna presencia de las brumas del Norte.

Jamás contrajeron matrimonio, y cuando la primera esposa de Bax, la española Elsita Sobrino, falleció, a Harriet le esperaba una nueva desilusión con la noticia de que Bax tenía otra relación desde unos años atrás con Mary Gleaves. A pesar del lógico enfado, la Cohen siguió defendiendo la música de Bax , en la que creía. Pianista de pequeñas manos que imposibilitaban la ejecución de determinadas obras, afamada ejecutante de Bach, con obras dedicadas o inspiradas en ella de músicos como Bartok, Moeran o Vaughan Williams, a finales de los años 40 sufrió un accidente con un vaso de cristal que lesionó su mano derecha de forma temporal. Bax le compuso por ello su Concertante para mano izquierda y orquesta, lo que evoca a Ravel y Paul Wittgenstein.

Harriet Cohen es una mujer bella, de una belleza diría que moderna. Me gusta creer o interpretar, cuando veo esta foto, que Harriet era más fuerte, más apasionada, y que creía más en la relación que su compañero. Veo a un Arnold Bax, sonriente y afable por fuera, pero no tan seguro por dentro. Le percibo como la parte débil del engranaje. Por supuesto es tan solo una suposición, una imagen evocadora que jamás va a convertirse en hipótesis. Me gustan estos juegos. Pero Harriet Cohen se me antoja también una hechicera céltica, que en vez de pulsar arpas irlandesas, lo dio todo por el piano, y por el amor de su vida. Sólo por ello merece mi homenaje y mi recuerdo.

5 de agosto de 2009

Resumen narcisista de mis vacaciones


Conseguí conectarme en mis vacaciones a una placenta artificial, compuesta de nutritivos liquidos. Mediante tubos todos mis sentidos se hallaban prestos al disfrute. Lo visual, lo sonoro, la táctil, todo estaba a mi alcance. Desligado del mundo, solo, en la oscuridad elegida, tanques de cerveza helada me suministraban la ligera embriaguez, necesaria para que la vida no tenga el carácter férreo del resto del año. Alejado a voluntad de los hombres, me fijé en lo que estos producen, más allá de la mediocridad del día a día. En mi Torre de placenta-marfil, hice mis elecciones estivales, que paso a describir:


Música: sin lugar a dudas, Cocteau Twins con su album Heaven or Las Vegas. La voz de Liz Fraser, maravillosa, filtrada por máquinas, doblada, al igual que esas guitarras que no son guitarras para abandonar el aceite de los garajes y convertirse en Arte. Y luego, claro está, el disco de Primus, cuyo nombre mo quiero recordar, sino recrearme en su portada, como una especie de trío de cerillas sonrientes emergentes del agua, como una broma pictórica más de Odilon Redon. Ojo, que el cd engancha cuanto más lo escuchas. Y, por último, el disco de remezclas del Voltaic de la incandescente, islandense, e iridiscente Bjooooooork. Jamás nadie te ha amado tanto como yo, querida diva.


Cómic: el gran descubrimiento, la revelación, el territorio inexplorado, ese lenguaje que prometo, volveré a surcar en los próximos trimestres. Desde el From Hell, con su summa victoriana donde hasta mi amado John Merrick hace acto de presencia, pasando por algunos episodios de Thorgal, con su vikinga y mágica peripecia, o los dibujos de Alex Raymond para Flash Gordon, con sus siluetas femeninas, sus Reinas-Dido despreciadas, o Mort Cinder, la saga con marchamo argentino, de extraños viajes temporales y mundos pretéritos, y no tan pretéritos. O el Retorno del caballero oscuro, donde la utopía se convierte en mi caso, en rollo adolescente con la chica Robin, en plan batidos de fresa, yo me entiendo.


Libros: Alta Fidelidad de Nick Hornby, por su amor ilimitado a los discos y a las rarezas del discófilo verdadero, y a los miedos, inseguridades e ingenuidades del hombre verdadero. Y un libro sobre la explotación del Congo por Leopoldo II, o como la rapiña y la maldad no conocen tiempo y lugar, y si no, miremos ahora al Congo-coltán.


Eventos: paseo en barco por el río. No es Culture Club pero las aspas de mi barco merecían un Missisipi más tórrido y chicas que bailen can can, exhalando efluvios a la concurrencia. Exposición de autómatas, creados en el París decimonónico. Mantengo que en esas figuras anida un alma oculta y terrorífica. El paso del tiempo destruye su contenido infantil y lúdico para darles un barniz perturbador. Concierto de jazz con un solo de saxo de George Garzone, acompañado y mecido por el resto del cuarteto, que fue para mí la mejor metáfora del acto sexual como diálogo y fiesta. Solo de saxo sin solo de sexo.


Cerveza, cerveza, cerveza, Pilsen, Pilsen Pilsen, helada, helada, helada.


Y, por supuesto, Bill Ward y sus mujeres culonas, tetudas y tan reales, en mi huevo-placenta.


Gracias a Carmen, por su sonrisa a lo Harrison Ford. A Curro, por sus inefables garitos con amplificadores Nad. A la Gótica, por mostrarme al fin sus piernas lechosas y robustas. A Deivid, por sus minipisos y sus maxiequipos. A Mara, por reconciliarme con el ciclocross. A German´s, por dar siempre las gracias. A la Jefa y a la sister, porque son family, y punto. A la rusa que vi con vaqueros y blusa roja, porque espero que sea lo que espero que sea. A Daieg, por todo lo que nos separa en música, que es casi como tocarse por el otro extremo, y por tanto, una forma de unión.


Corto el interruptor placentario y vuelvo al tajo. Blurrrp.