21 de diciembre de 2009

Necesitamos a Danica


Desde esta humilde tribuna, exijo a los responsables de la Fórmula Uno, la inmedita inclusión en sus parrillas de la piloto estadounidense Danica Patrick. Sé que ha habido contactos con alguna escudería, pero no han fructificado. Esto es imperdonable. Si queremos que este deporte vuelva a tener la garra, el espíritu, la espera ansiosa del siguiente Gran Premio, sin importarnos poco ni mucho que el circuito en cuestión tenga o no fáciles adelantamientos, Danica tiene que estar en nuestras filas, sentirse arropada por la legión de seguidores en busca de una estrella y que no acepta como parche el retorno de talluditos alemanes o el monótono disco asturiano en los altavoces del paddock.

Señor Ross Brawn, si Jenson Button, hasta hace poco piltoto en decadencia ha sido campeón gracias a la sorpresa de su escudería, por qué no brindar tal alternativa a la egregia Danica. Señor Richard Branson, detenga por un momento su circo de excentricidades, ya tendrá tiempo de llegar a la luna con sus prototipos. Danica Patrick es real, la puede ver en la foto que abre mi post, es bella, es inteligente, sabe a lo que juega, es una de la 40 mujeres deportistas más sexys del orbe según la revista Bleacher Report. Qué más quieren, señores del mundillo?


Yo creo en Danica, a mí me gusta esta chavala. Ustedes pensarán que sólo veo en ella un bellezón, con poquita ropa, que se luce sensual en posters de bares de marines. Sí y no, yo veo en ella a una mujer competitiva, dispuesta a cerrar bocas, veo en ella la verdadera esencia de América, la América de las oportunidades y los logros, la América de los pioneros, veo en ella la esencia mítica de John Ford, y la brisa de las Rocosas. Yo soy un poeta, pero voy más allá del cuerpo, de lo fenoménico. En el fondo soy un germano de rubias trenzas, señores gerifaltes.



Fue en más fotos de la piloto, con su mono de trabajo, cuando su cara empezó a tener significados que yo guardaba en mi memoria. Me acordé de Bettina Brentano, la pizpireta mujer del romanticismo, la que mantuvo contactos epistolares con Goethe, con Beethoven, a veces irritante, pero siempre sugestiva, radical en sus posturas, progresista, mujer adelantada a su tiempo, la hermana de Clemens Brentano, la mujer de Achim Von Arnim. El círculo cabalístico se cerraba, la posible reencarnación cobraba forma. La mujer deportista de hoy, la joven americana, se convertía en los insondables pliegues del tiempo en una alemana del espíritu, en la esencia, savia y tronco de nuestra cultura.





Señores de la Fórmula Uno, anquilosados jerarcas, mediten sobre lo que les digo. Danica Patrick es el as en la manga de cualquier ser inteligente, para que este mundo de las cuatro ruedas no sea vacua telemetría sin alma, un Frankenstein que sólo da dólares a sus Doctores pero que deja huérfano al aficionado como yo, de referentes, de guías en el proceloso y turbio sendero de la vida. Y si siguen emperrados en su actitud, buscaré la televisión que me suministre las Indy Car Series, y el que quiera buscarme me encontrará.

9 de diciembre de 2009

Rectificar es de sabios (y también de tontos).




Aunque hoy regreso de mi comida de empresa, cargado y lleno, como una barrica de buque pirata llena de ron o cosas peores, encuentro tembién tiempo para la meditación y el asombro propio. Esta es una semana, donde puedo decir aquello de "estos son mis principios , pero si no le gustan, puedo cambiarlos". Sé que soy ultra en muchos aspectos, más por el desafío, por rebotar al interlocutor, que por la creencia cierta en lo que digo como boutade. En pintura siempre manifesté mi desprecio por los tres grandes renacentistas, Leonardo, Rafael y Miguel Angel. Uno por sus horribles sonrisas esfumato, el otro por su blandenguería de merengue barato, aunque siempre respeté su Triunfo de Galatea. Buonarroti, me parecía músculo y masa sin ton ni son, a lo bestia, como el buey degollado de Rembrandt, pero al por mayor.

Pero he aquí que el otro día , ante la paupérrima oferta nocturna de nuestras televisiones patrias, esas que como el rey Midas convierten en mierda todo lo que tocan (habrá que rebautizar al monarca como Rey Mierdas), me encontré en la 2, esa que vemos todos, un documental sobre Michelangelo. Y aquello empezó a interesarme. Hasta tal punto, que busqué bibliografía no solo del artista, sino sobre todo, de su obra magna, la Capilla Sixtina. En la bella ciudad de Soria, dueña de hermosas mujeres y recónditos parajes predilectos, encontré en su biblioteca un libraco, que en caso de legítima defensa, acabaría de un golpe con mi agresor, tal es su peso y volumen. Zambullido pues en la bóveda sixtina ( dejo el Juicio Final para postre, como trufa mentolada en labios de Naomi Campbell), me doy cuenta de lo necio que soy, de mis errores, de mi falta de criterio. Soy por primera vez consciente de cuántas veces hablamos de una obra o un tema, sin haberlo explorado con detenimiento, paso a paso. De lo superficiales que son nuestros juicios.

La Sixtina es un obra inabarcable, imposible despacharla en tres pinceladas. Me está arrastrando, me dejo llevar, resto horas al sueño, paladeo los primeros planos de las estampas, hallo en todo ello, la superación del tedium vitae, de la monótona existencia, del café aguado de media mañana, o del inevitable partido de Champions entre dos bostezos. Me hubiera gustado elegir como foto introductoria, la de un pequeño angelillo o genio inspirador que se halla junto al profeta Ezequiel, el cual es tan hermoso que no pararía de mirarlo, sin importarme que me diesen cien años de vida extra, para tan observatoria belleza. Si el arroz con leche, plato que mantiene conmigo malas relaciones, tuviese su rostro, le devoraría como un cavernícola desembarcado en Verasalles. Porque yo defiendo el amor voraz en el arte, con una buena digestión posterior.

Me quedo sin embargo con la Sibila délfica, clásico de mi iconografía, cuya mirada, entre sorprendida y asombrada siempre me gustó. Como también su claro paganismo intercalado en el corazón de la ortodoxia católica. Por mucho que nos hagan creer que las sibilas profetizaron la llegada de Cristo, yo las percibo como sospechosas en el contexto, como si se produjera una mixtura compleja y extraña, más allá de neoplatonismos varios y demás teorías de lo oculto. Esta mascadora de laurel me mola, y como no tengo deportivo, me guisataría verla encarnada en heredera de Lamborghini, y que me descubriera la noche romana en su deportivo volador.

En suma, señor Buonarroti, que soy un necio y le pido perdón, aunque usted no lo necesite. Pero Leonardo y Rafael, esos, que se preparen. Para ellos soy un manierista radical, un zelota tenebrista.

1 de diciembre de 2009

Los dobladillos




Ella había descubierto el agujero, un agujero que creó, probablemente, el anterior inquilino, y que se ocultaba tras un cuadro de almanaque con una estampa suiza. Yo lo descubrí por casualidad, al descolgar el cuadro una noche, para intentar dar otro aire a la anodina habitación. Miré varias veces, más de las que mi razón recuerda, pero poco se veía pues era una estancia de paso, un especie de pasillo sin muebles. Sólo una vez la vi pasar en vulgar ropa interior, mojada, de la ducha, con un yogur en la mano. Pero esa noche, cuando oí los ruidos y miré, la tenía al otro lado, enojada, observando el huequecillo, raspando con la uña, para determinar profundidad y grosor; sentí que me moría. Su rostro adquirió matices cercanos a la ira, pero fue sólo un momento. Luego, no lo olvido, aquella sonrisa, maliciosa, terrible, como si me tuviese en su poder con aquel secreto.Analicé la situación, barajé todas las posibilidades. Si ella aparecía pidiendo expilcaciones, qué decir, Dios. Si era el presidente de la Comunidad de vecinos, mi discreta mudanza podría evitar el escándalo. Si fuera la Policía... Sí, llevaba dos años solo desde mi última relación, soy un homnbre, ustedes me entienden.

Nada de eso pasó. Nadie llamó a mi puerta. Por supuesto que me crucé con mi vecina, en el ascensor, en la cola del pan. Un saludo frío, la ignorancia y el desprecio, fueron mi castigo, que yo celebré aliviado. No volví a mirar tras la mirilla de mi anterior pecado. No. Hasta aquella noche. Tras la pared yo oía los ruidos de una silla que se arrastraba por el piso, el jazz clásico de las bandas de Stan Kenton, la oía a ella, donde nunca estaba más de tres segundos. Confieso que la curiosidad y el deseo de la infracción me embargó. Quité el cuadro y miré. Ella se hallaba sentada delante mío. Dónde habían quedado sus grises tejanos, sus amplios y desgastados jerseys, el pelo suelto y poco cuidado. Mi vecina, simplemente, cosía el dobladillo de su falda, de aquel vestido ceñido y coquetón. Me ofrecía unas piernas de pin up, un talle increíble, un peinado recogido que la otorgaba una imperial gracia a mis ojos. Quedé embobado, creo que de la comisura de mis labios cayó baba al suelo, estaba aturdido, y contemplé hasta el final la operación de cosido. Ella al acabar, se levantó y sin dirigirme una mirada, apagó las luces. Al poco rato, Stan Kenton expiró.

Durante los siguientes día, mi ego se expandió. Aquella chica, mi gloriosa vecinita, que tenía algo de exhibicionista, sin duda estaba loca por mí. La cosa prometía y deseaba un futuro encuentro en el ascensor o la calle. Pero cuando este se produjo, y en sucesivas ocasiones, la misma frialdad, el desprecio silencioso, el saludo correcto y poco más. Era como una advertencia: si tomaba algún tipo de iniciativa, ella lo revelaría todo. Colgué de nuevo el cuadro y me juré no volver a echar un vistazo, nunca más. Pasaron dos meses, hasta que una tarde, subiendo juntos en el ascensor, ella, miró su falda, y sin decir una palabra, comprobó que el dobladillo se había descosido. Aquella noche, presencié la misma labor de remiendo, la misma figura colosal, un nuevo vestido, pero igual o más provocador que el anterior, la misma ceremonia, y a Stan Kenton. Cuando me metí en el lecho, me hallaba empapado en sudor. Una ducha habría levantado mi piel.

Y así repetimos el acto unas cuantas veces, más de las que mi razón recuerda. Y nunca nos dijimos una frase, sólo los saludos cortantes. Puede que yo adelgazara, que enloqueciera, que renegara del mundo y que convirtiera a mi vecina en obsesión. Qué más da, me sentía vivo, más vivo que los últimos quince años de mi vida. Un día el camión de mudanzas apareció. Comprendí que ella se marchaba. Esperé, iluso, una despedida, un último intento, una nota en el buzón. Nada. Sólo el silencio. Ahora que el tiempo ha transcurrido, quizá ya no vea aquello como una desgracia. Quizá ella, me otorgó aquellas ceremonias domésticas. Fue una especie de dádiva, lo único que se dignaba a ofrecerme. Pero a ello me acojo. Y al menos, cuando en mi tocadiscos suena Stan Kenton, me basta con cerrar los ojos y abrir la mirilla.

(Dedicado, con gratitud, a Kenton Nelson y su obra El Arreglo, de 1954)