17 de septiembre de 2009

Lena Olin, elogio a la madurez.




Cuando en mis viajes semanales de autocar por Hispania, debido a lo que en términos asépticos se denomina movilidad geográfica, un chófer argentino, seguidor de Boca Juniors, abre la guantera y extrae un dvd para solaz de la concurrencia, el bueno de Spars se teme lo peor. Generalmente el ramillete fílmico que nuestro programador dispone es, seamos generosos, bastante flojito. Uno se apoltrona en el asiento, traga saliva, palpa en su bolsa de mano la novela salvadora, se centra en los viñedos del paisaje, o fantasea con la vecina de viaje más cercana, cerrando los ojos. A pesar del esfuerzo, la estridente música de la productora de turno, nos induce a abrir un ojillo y a seguir, mal que bien, la peli, aunque sea a ráfagas y para confirmar, eso por supuesto, nuestro superior gusto, y la mediocridad del engendro en ciernes.

La última joya proyectada fue el film Hollywood departamento de homicidios, cinta soporífera pergeñada a la mayor gloria de Harrison Ford, el James Stewart posmoderno, caballero de América y todas esas cosas. Lo bueno de Harry es que puedes apostar el número de veces que torcerá la boca en ese rictus que de tan usado desespera. Habrá algún hada que tire de la comisura de Ford con hilo dental hacia arriba? Campanilla, echada de la Disney por adicciones secretas, habrá encontrado en el arqueólogo su filón o amor platónico?

En fin, que sufrimos de lo lindo con la cinta. Pero cuando menos lo esperaba, como siempre ocurre cuando el amor o la sensibilidad acechan (no hay nada como bajar la guardia para caer rendidos ante lo sublime), aparece una hermosa mujer, que rezuma belleza por su madurez pujante, orgullosa de sí y tremenda. Mis resortes, antenas, pedúnculos, captaron el seísmo. La fluctuación del conjunto visceral y anímico que conforman carrocería y motores de Spars el bloguero presagiaban una sinfonía térmica. Si hubiese sido una tetera, el vapor disparado por mi pitorro rompería el techo del autocar esmeralda, produciendo gritos de terror entre los viajeros. Wikipedias del mundo, diccionarios, yo os invoco, en nombre del amor y del deseo para que me digáis qué beldad, qué princesa de la edad del perpetuo encanto, se esconde tras la peliculilla humilde.

Ana, mi compañera de viaje, con sus ojos azules de aguamarina, me lo dice: "es Lena Olin, la vi en la peli Havana con Robert Redford". Anda, pues va a ser verdad que existe una Lena Olin, que es una actriz sueca, que fue descubierta por Bergman, y que, he ahí lo terrible, la has visto sin darte cuenta en otras pelis como Chocolat, La novena puerta, La insoportable levedad el ser, Casanova, o en la serie Alias ( después de esto, con el binomio Bouchez-Olin, mis amigos me tienen que regalar todas las temporadas, y sin tardar demasiado).

Reconociendo a la Olin profesional como se merece, lo que me interesó de ella fue lo que transmitió, la posibilidad de que una mujer madura pueda ser atractiva en grado sumo, que posea una aleación de experiencia y belleza que difumine a cualquier niñata que haga sus primeros pinitos por el mundo. Algún mal pensado me dirá: vaya, te gustan las maduritas, eh? En efecto, así es, no descarto el melocotón que retiene los licores almibarados de toda su vida, para que yo le dé un buen mordisco y succione su jugo. Esa es la tentación que para mí ha significado la Olin, estar plena y llenar una pantalla y llenarme con su visión.

En una Suecia que nos ha monopolizado con Stieg Larsson, la Suecia de Ikea, del IFK Goteborg, y, por qué no, seamos nostálgicos, la de Mats Wilander comiendo un plátano en un descanso de Roland Garros, yo he descubierto el bombón oculto en la caja, la bebida añeja con aroma de menta, el equilibrio, la mujer del norte que cruza una bahía con cómoda ropa blanca. Ella es Lena Olin, otra musa más, pero ésta abre folio en mis archivos, los que guardo bajo bóvedas góticas, y que solo los muy íntimos visitan.

10 de septiembre de 2009

Tirando del hilo



Hace unas semanas me dejé caer por uno de esos tenderetes urbanos, donde se pueden encontrar libros de segunda mano, la mayor parte de ellos ajados, y con olor a cerrado o a humedad. Iba sin esperanzas, pero ya se sabe que quien busca, halla. Así que me topé con un catálogo del Museo del Prado de una exposición que en el año 1993 se dedicó a la pintura victoriana. Me fui con el libraco a casa tan feliz, y fui descubriendo cuadros y nombres interesantes y desconocidos. Pronto captó mi atención el lienzo que podéis ver al inicio, Compañeros de escuela, de Sir James Guthrie. Me sorprendió saber que en la larga época de la Reina Victoria, no solo había academicismo, o prerrafaelistas (por qué esa manía de decir prerrafaelitas? Acaso hay impresionitas, o modernitas?), sino pequeños grupúsculos, como el que siguió en su estilo la obra de un pintor francés, Jules Bastien-Lepage, prematuramente desaparecido, y del que advierto que tampoco las enciclopedias y libros generalistas al uso, proporcionan demasiada información. Otros pintores que siguieron a Bastien-Lepage fueron, por ejemplo, el matrimonio Forbes (Elizabeth y Stanhope)

Catalogado a veces como preimpresionista, parece que, sobre todo en los temas rústicos, le asemejan a Millet como hermano gemelo, aunque sin el misticismo de éste, sin descartar la cercanía de Courbet en lo que a realismo se refiere. Por lo que respecta a Guthrie, las similitudes con su modelo son obvias, como bien queda reflejado en el libro, con ese aire deliberadanmente tosco de ejecución o la muy elevada línea del horizonte. Pero este óleo maravilloso tiene encanto y personalidad propia, con unas figuras infantiles (sobre todo la niña que encabeza el camino a la escuela) que me han cautivado.

He decidido colocar hoy este cuadro, en el día de retorno al colegio de la chavalería patria, al menos en la región donde vivo. Cosas estas de la infancia que son imborrables, que poseen un sabor que nunca se degrada, estos tres hermanos o amigos, o vecinos de un pueblecito rural, sirven de homenaje al primer día de colegio, al madrugón incómodo, y a los nervios, a veces inexplicables ante lo desconocido del nuevo curso. Septiembre era entonces un mes bisagra, donde empezaba algo nuevo, se presagiaban cambios y evolución. Aunque coincido con amigos en que, si bien enero representa el inicio del año natural, septiembre lo es del vital tras las vacaciones, los septiembres actuales, los de este año y el anterior, los del último lustro, poseen una atonía, una grisura, una ausencia de cualquier encanto interior en nosotros, que a veces deprime.

Yo sí recuerdo los septiembres de mi infancia, y todavía evoco su olor, o esos primeros vientos que a finales de mes, nos hacían sacar jerseys del armario. Recuerdo la compra de los libros, cómo los olía y abría al azar, descubriendo lecciones que veríamos muy avanzado el curso, pero sin profundizar mucho en ellas, por temor a no desvelarlas antes de tiempo. El aroma de la madera de pinturas y lápices, los cartabones y escuadras, la tinta china o las témperas. Y el primer día de clase, cuando nos reunían en el salón de actos y nos soltaban el discurso bienintencionado, mientras asustados, comprobábamos que el temido profesor de mates nos había tocado en suerte y seguro que iría a por nosotros.

Durante septiembre, no había clases por la tarde, con lo que el inicio del curso era más leve. Además las fiestas de mi ciudad eran en ese mes, con lo cual ambos recuerdos se entremezclan. Los fuegos artificiales que veíamos mi madre y yo, apoyados en el mármol de un edificio que durante toda la tarde había recibido los rayos del sol. Aún recuerdo la agradable sensación de calor en mi espalda. O la visita a la Feria de Muestras, con el consabido bocadillo de salchichas con cocacola, el avión de corcho que volvía como un boomerang, o los limpiadores de gafas con sus milagrosos líquidos. O el espectáculo acróbata de los Hermanos Bordini, año tras año, en la Plaza Mayor.

Esas son mis evocaciones, mis recuerdos, mi vida. Hay cosas que han cambiado mucho en todo este tiempo, aunque otras son intemporales. Como en el bello cuadro de Guthrie, hemos captado un instante, dentro del itinerario de nuestra vida. Uno de los más hermosos, o al menos, de los que más huella deja a su paso. Por supuesto, la vida adulta tiene encantos y ventajas, pero en determinados puntos, me parece abotargada. Chicos que comenzáis hoy el curso, salud!

2 de septiembre de 2009

Geisha




Creo que fue en Blade Runner cuando vi por primera vez algo parecido a una geisha. Era en las grandes pantallas sobre los rascacielos, anuncios comerciales, la geisha, interpretada por la actriz Alexis Rhee, engullía una pequeña cápsula, pastilla o golosina. Otras fumaban o bebían cerveza con fondo musical japonés.

A mí las geishas me ponen, pero mucho. No quiero decir con ello que si me doy una vuelta por Kioto y veo a una, le dé un cachete en el culo, o me suba a un andamio para dedicarla un discurso obsceno y piropeante. A mí lo que me pone es su complejidad, su arcaísmo anacrónico, el maquillaje blanco de sus rostros donde explota, estalla la boca roja cincelada, la nuca sin pintar al descubierto, ofreciendo el pasaje sin peaje de una zona erógena, el kimono de seda o el obi, una especie de corsé oriental (obviamente me refiero más a las maikos, las aprendizas, pues son más teatrales que sus hermanas mayores las geishas, más maduras, simples y sofisticadas, podríamos decir). Y por encima de todo, su oficio, su modus vivendi. Volvamos a repetirlo, las geishas no son prostitutas, sino damas de compañía que durante una noche deben ofrecer sus conocimientos a sus compañeros de velada. Conocimientos que van desde canto y danza tradicional hasta un variado ramillete de cultura general. La geisha debe epatar en su conjunto.

Aunque la novela y posterior película Memorias de una geisha pusieron de nuevo en actualidad un fenómeno que, parece que no atraviesa sus mejores momentos, fue en el documental de la BBC La vida secreta de las geishas, donde me hice una idea, no solo de la historia, sino de sus vidas y ceremoniales. Es un documental que recomiendo a quien quiera tener una primera visión de este mundo, más allá de webs y publicaciones, algo escasas las últimas en nuestro idioma.

De aquel documental, destaco la imborrable figura de Yuiko, una maiko de 19 años, en Kioto, la ciudad por antonomasia de esta cultura femenina. Yuiko era una chica preciosa, es curioso pero me parecía más bella maquillada, que cuando se vestía de occidental. Hay una escena al final del documental en que, sobre fondo negro, Yuiko se da la vuelta, poco a poco y nos mira. Es tal el impacto que esta especie de Muchacha de la perla nipona provoca en esos momentos en mí, que desarrollo espasmos estéticos, y necesito ir a la tienda más cercana a por sake, para recuperarme.

Me enamoré de Yuiko como quien se enamora de un crisantemo que reposa entre las hojas de un libro de haikus. Ella me proporcionaba la quietud de los estanques, de los jardines, de los cerezos en flor. No necesitaba postales con puestas de sol en el archipiélago nipón, pues ella sola me radiaba. Veía en Yuiko las inseguridades de una joven aprendiz en un mundo tan complejo, sus ganas de mejorar cada día, la conciencia de que lo suyo no sólo se debía a una vocación, sino que formaba parte de una larga y venerable tradición, no exenta en su pasado de puntos oscuros.

No quise quedarme en el documental. Pensé que en cierto modo, su aparición la haría famosa, y que saldría en las webs dedicadas a este mundo, pero no fue así. Tan solo pude encontrar la foto que abre mi homenaje a Yuiko, en una página donde varias personas aseguran que se trata de ella. No estoy seguro, pero tampoco puedo descartar a la mujer que aparece en la misma.

Es probable que Yuiko ya no sea una maiko ( desde que se hizo el documental han pasado ya los 5 años de formación inicial), y que se haya independizado. Habrá abandonado los kimonos con mangas de amplios vuelos y el rostro pintado de blanco, para convertirse en geisha, con una mayor simplicidad en todo su conjunto. Puede que tenga un amante protector, con amplia solvencia económica, por ejemplo, de las corporaciones de vídeojuegos. De todos modos es mi geisha favorita, y seguiré sondeando los canales informativos de rigor en busca de información fresca. Aunque Ariel Rot hablara de geishas en Madrid, aunque Bjork tuviese su época geisha, sólo la combinación Kioto-Yuiko es marca registrada en mi imaginario femenino, sector Lejano Oriente.

Retorno a Retorno a Brideshead



(Escrito con una buena dosis de vino, en honor y homenaje a mi siempre amado Sebastian Flyte).


Me he hecho con el dvd de la serie británica Retorno a Brideshead, una serie que en su día formó en mí un referente y que nunca me ha abandonado a lo largo de mi vida. Creo que en televisión fue emitida tres veces, y las tres me la tragué. También compré el libro en la edición de bolsillo de Tusquets, y, por supuesto renuncié a la nueva propuesta cinematográfica de la misma, hará cosa de un año, pues me pareció ofensivo crear algo que intentara competir con la perfección misma.

Descubrí esta serie cuando tenía doce o trece años. Quizá a esa edad no captas ciertos contenidos o temas de la misma. Hoy pienso que da igual. La cualidad más maravillosa de Retorno a Brideshead es el hechizo que en mí provocó, desde un primer momento, como si estuviese frente a una serpiente que se erguía ante mí ofreciéndome sus encantos ocultos. No sé si fue la imponente visión del castillo de Howard, la mansión donde en buena medida se desarrolla la trama, la ambientación excepcional, ese toque de la Inglaterra de entreguerras tan perfecto en sí mismo, los magníficos actores, la deliciosa melodía barroca que compuso Geoffrey Burgon y que varía hasta el infinito, en estilos, instrumentación o carga dramática. Todo eso y más me sigue sugestionando.

Voy por el capítulo noveno de los once que componen la serie. Sin cambiar en lo más profundo lo que pienso de ella, sí creo que yo la titularía "Sebastian", porque lo quiera o no, el personaje de Sebastian Flyte, interpretado por un Anthony Andrews en estado de gracia, es lo más atractivo y lo que más me llegó adentro en un principio. Por supuesto que el elogio de la amistad entre él y Charles Ryder, sobre todo en los primeros capítulos, es esencial. Quién no cree en el poder seductor de un amigo tras su visionado. Por contra, cuando el eje de la narración pasa a la relación de Charles y Julia (Jeremy Irons y Diana Quick), se apodera de mí una sensación de cansancio, como si convertirse en un cuarentón, o en una persona madura fuera un aburrimiento, un pestiño insufrible. Es más, la serie comienza con la voz en off de Charles Ryder: " Ahora, a los treinte nueve años, empiezo a sentirme viejo". Aparte claro está de otro tema de Retorno, la visión que se puede tener en Inglaterra de una familia católica o del catolicismo mismo, visión curiosa de entomólogo, no exenta de exotismo, pero que para mí, educado en férreas tradiciones católicas, me dice bien poco.

En efecto, Retorno a Brideshead es un elogio de la amistad, de la juventud, sus excesos burbujenates como el champagne, sus ilusiones y mentiras creídas a ciegas, es recordar que en una época de nuestra vida, en la ya lejana Arcadia, existió la intensidad y el sentirse pleno, aunque fuera de forma fugaz. Tambien el retrato de una época y de la aristocracia inglesa, pero yo prefiero aferrarme a las historias de carne y hueso, las de Charles Ryder, futuro pintor arquitectónico, Sebastian Flyte, futuro dipsómano, y el osito Aloysius.

Si Yo Claudio introdujo en mí la depravación, Retorno a Brideshead aportó la exquisitez, la estética, el arte por el arte y la brevedad de los grandes, grandes momentos.